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Revoluciones democráticas: tarea inconclusa

Por Ana Vanessa Cárdenas Zanatta, Kenjiro Juárez y José André Nuñez Lavall*

 

La conquista nunca del todo bien fraguada de los ideales libertarios de la independencia de los países latinoamericanos se expresa en la configuración regresiva del orden político. Las élites en el poder, no solo las de extracción progresista, muestran una voluntad inclusive pre-moderna de perpetuidad en el poder y goce de privilegios para los que se sirven de sus pueblos en lugar de servir a los intereses de estos. La inversión de estos valores es la clave de lectura de los procesos anti-democráticos en la región.

 

La ausencia de una ciudadanía políticamente consciente, caracterizada por conocer el destino de su comunidad, es uno de los retos latinoamericanos. Las discusiones políticas del ciudadano “de a pie” pueden ser foros retroalimentativos de suma utilidad o, por el contrario, pueden tergiversar y reproducir discursos incentivados desde los intereses de la élite. En el caso de conceptos como autocracia y democracia podemos encontrar usos interpretativos dependiendo del contexto y los fines de quienes los emplean.

Entendemos como autocracia la forma de gobierno donde la política se rige por un solo gobernante, sin oposición de ningún tipo a su toma de decisiones. A su vez, la democracia, en voz de Giovanni Sartori, es descrita de la siguiente forma: “hay democracia cuando existe una sociedad abierta en la que la relación entre gobernantes y gobernados es entendida en el sentido de que el Estado está al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del Estado, en la cual el gobierno existe para el pueblo y no viceversa” (1993). Ahora, ¿en dónde estamos? Las escalonadas independencias en las naciones latinoamericanas no consumaron los ideales democráticos. En la práctica, los principios de Simón Bolívar o Emiliano Zapata quedaron en la omisión. Latinoamérica se fue tiñendo de dictaduras, falsas democracias e intervenciones extranjeras a lo largo de las décadas. La tan anhelada autodeterminación de los pueblos americanos se fue diluyendo con los hechos. 

Solo en décadas pasadas se han podido dilucidar bosquejos de democracia en la región. La caída de Pinochet en 1989, el despojo de la dinastía Somoza en Nicaragua y la “transición” democrática en México en el año 2000 son algunos ejemplos. Durante la década de 1990 y el arribo del nuevo milenio, gobiernos de izquierda tomaron lugar en Latinoamérica. Se pensaba que la democracia había llegado para quedarse; pero no fue así. Mandatarios como Daniel Ortega, Hugo Chávez y Nicolás Maduro rompieron con la continuidad democrática. Ello no fue exclusivo de gobiernos de izquierda o dictaduras; este fenómeno con los Jefes de Estado se exacerbó con Jair Bolsonaro en Brasil y Nayib Bukele al frente de El Salvador.

Los procesos de cambio responden a fenómenos de poder. Esto debe ser entendido en la evolución de sociedades que persisten en las dinámicas sociales ligadas a los fenómenos políticos. Brasil destaca entre muchos países por haber tenido elecciones en diversos momentos de su historia: el Imperio (1822-89), la Primera República (1889-1830), tras la revolución de 1930, después de la Segunda Guerra Mundial (1945-1964) y bajo la dictadura militar (1964-1985); a excepción del Estado Novo (1937-1945), cuando no se celebraron elecciones. Cabe destacar que el sufragio del voto no es un elemento exclusivo de las democracias, hay diversos elementos y características que merecen estar presentes en las agendas de las democracias. No obstante, aún con elecciones ajenas al cociente popular, el voto estuvo disponible a reservas legales que dejaban a sectores etarios fuera de la toma de decisión. 

Durante el presente siglo xxi, ciertos eventos han lacerado la legitimidad de las instituciones en temas de transparencia en la democracia brasileña, como en el caso del juicio a la presidente Dilma Rouseff y Lula da Silva. En cambio, para el Partido del Trabajo (PT) la acusación a Dilma fue una conspiración de la “élite” de la centro-derecha para evitar la reelección de Luiz Inácio Lula da Silva en 2018. Un golpe parlamentario y, por tanto, un asalto frontal a la democracia brasileña (Bethell, 2018). Los avances que había logrado el PT iban desde: el incremento anual del salario mínimo, el acceso a educación superior, cuotas raciales y sociales, derechos laborales a las trabajadoras del hogar y programas de transferencia de ingresos; todo quedó eclipsado con la “nueva derecha”. 

La derecha se había fortalecido años antes con la nueva ala, el Movimiento Brasil Libre. El fenómeno comenzó con las manifestaciones que en 2013 mencionaron “el gigante despertó” y “no corrupción”. En 2016, Dilma Rousseff fue acusada por temas presupuestarios y administrativos. Tiempo después fue suspendida y sustituida por su vicepresidente —aliado de la centro-derecha— Michel Temer, del partido Movimiento Democrático Brasileño. Temer eclipsó al PT con contrarreformas a la protección a los trabajadores, contratos de cero horas y menor protección durante el embarazo (Webb & Palmeira, 2018). 

En 2018, después de dos años de investigaciones, Lula fue enviado a prisión. Sergio Moro, investigador y juez en este caso, autorizó la intervención de las líneas telefónicas entre Lula, sus abogados y familiares. Se incautaron sus bienes e investigaron sus cuentas bancarias; siendo declarado culpable con poca evidencia. Para la derecha, este fue motivo de celebración, Lula perdería popularidad al igual que la oportunidad de buscar la presidencia hacia 2018. Así, el PT cedió ante la derecha en las presidenciales. 

Con la falta de representaciones de los intereses de ciertos grupos sociales, los partidos políticos transitaron hacia una crisis de legitimidad. El germen versó hacia un antagonismo social por las políticas públicas propuestas por los partidos políticos; esta percepción fue reforzada por el monstruo de la corrupción personificado por el PT. La falta de conciliaciones dentro de las alas del grupo parlamentario y law políticas con dura intervención del Estado solo estimularon a la derecha por atomizar intereses. Bajo este fenómeno, formaron una oposición reaccionaria con una base social más sólida.

Jair Bolsonaro fue electo presidente de Brasil con 55% de los votos, derrotando a Fernando Haddad, del PT. Bolsonaro tomó posesión del poder el 1 de enero de 2019. Sus bases de apoyo se concentraron en tres pilares: «Carne, Biblia y Balas», con referencia en la búsqueda del apoyo de los agronegocios, los cristianos-evangélicos y la base legislativa afín a la portación de armas de fuego (íd.).

En la base de Bolsonaro están los afines a la Iglesia Evangélica Pentecostal, el sector comercial minorista, médicos, ingenieros o abogados con altas tasas de impuestos. También recibe el apoyo de los productores agrícolas, el sector de negocios agrícolas, los trabajadores de clase media insatisfechos por el gobierno del PT y, por último, ciertos financieros, corporativos y burocráticos defensores de la privatización. De hecho, dos grupos esenciales tomaron presencia en la esfera política: las fuerzas armadas, quienes ocupan diversos cargos dentro de los ministerios; y personas afines a las propuestas ultra conservadoras de Olivo de Carvalho (Garcia, 2019). 

Bolsonaro ha hecho uso de medidas poco eficientes que, con alto costo en las instituciones democráticas, han vulnerado la estabilidad del Estado brasileño. En su Gabinete, el despido ha sido una constante; empleada de formas esporádicas con entrevistas o por redes sociales. En estas, busca limitar el uso de la censura, pues apela a una libertad de expresión fuera de un reglamento o código moral. En ellas se siente cómodo, tanto así que después de las elecciones defendió en sus redes sociales que los niños podían trabajar, manejar vehículos y utilizar armas (Couto, 2020). 

Sus decisiones han sido cercanas a sus principios, como la modificación de la estructura de la Agencia de Inteligencia de Brasil (ABIN) para crear el Centro Nacional de Inteligencia; con intención de transformarse en el organismo que atienda investigaciones hacia pseudo aliados o supuestos antagonistas del Presidente. El gabinete presidencial se ha posicionado en favor de tener mayor supervisión, además de más control sobre las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) u Organizaciones Internacionales, promoviendo decretos que limiten su ejercicio o acceso a la información; un ejemplo fue el debilitamiento de la Ley de Libertad de Información del país. Sumado a ello, la participación en espacios de política pública fue reservado, principalmente en temas del medio ambiente, como la extinción de cargos asignable a las OSC en el Consejo deliberativo del Fondo Nacional para el Medio Ambiente o la restricción de participación de las OSC en la Comisión Ejecutiva de Control sobre la deforestación ilegal y recuperación de vegetación nativa (Igarape Institute, 2020). 

El evento cumbre que marcó inestabilidad se llevó a cabo en Brasilia, el pasado 7 de septiembre. En esta fecha, Bolsonaro invitó a sus simpatizantes para manifestarse en contra de la Corte Suprema y ciertas instituciones que le limitarían seguir avanzado con reformas que sobrepasan la propia democracia. Sin embargo, pese a las movilizaciones durante la fiesta patria nacional brasileña, la Fiscalía de Brasil se ha ocupado de revisar las conductas de Bolsonaro que ha calificado como “antidemocráticas”. Incluso ahora, un eje de la investigación está interesado en la desinformación que el Presidente ha empleado en sus discursos. 

La sociedad civil, a su vez, ha comenzado su propio ejercicio de manifestaciones, algunos con mayor fuerza como en Río de Janeiro; lugar en el que Bolsonaro había sido uno de los legisladores con mayor aceptación y votos, con cuatro reelecciones hasta 2016. La ciudadanía no se ha detenido, menos con el retorno de la figura de izquierda de Lula tras ser absuelto de todos los cargos que le fueron imputados en 2018 por la Corte Suprema. Las elecciones en 2022 serán el parteaguas para la derecha que empieza a distanciarse de Bolsonaro, quien ha comenzado con un decrecimiento y caída en la popularidad por la administración de la pandemia que ha dejado en Brasil más de 600 000 muertes a consecuencia de la COVID-19. 

El Salvador es otro caso que se ha convertido en un país relevante para los asuntos internacionales en los últimos años, o por lo menos para el continente americano. El Estado centroamericano no solo ha alcanzado los titulares de medios importantes debido a la migración masiva de su población hacia el norte junto con guatemaltecos y hondureños, principalmente; tampoco ha sido por las altas tasas de criminalidad y violencia que se comparan con países declarados en guerra. En el Salvador ha emanado un presidente lo suficientemente controversial para contrastar dentro del medio internacional a los niveles de atención que gozan solo pocos, como AMLO o Nicolás Maduro. Nayib Bukele es un presidente que brilla entre los reflectores periodísticos a la altura de temas sobre las caravanas migrantes y la violencia pandillera.

Bukele cuenta con una apariencia contrastante a la de otros Jefes de Estado con su usual gorra Polo al revés, chamarras en lugar de sacos y apariencia treintañera. Las selfis para sus redes sociales —en especial Twitter, en la cual es muy asiduo para dar comunicados— son parte de su firma personal. Una publicidad acertada —dirigida a los jóvenes— le valió su triunfo electoral para la presidencia salvadoreña en 2019. Lo interesante es cómo lo hizo fuera del esquema que tradicionalmente —desde 1992 ofrecía dos partidos: el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) —llamado de esta forma por el secretario general del Partido Comunista Salvadoreño— y la Asociación Republicana Nacionalista (ARENA). Dentro del primero, Bukele alcanzó sucesivamente las alcaldías de Nuevo Cuscatlán y San Salvador, la capital. Pero para que una alianza partidista llevara una candidatura a la presidencia, se tuvo que cumplir el criterio latinoamericano de hartazgo y rechazo hacia los políticos tradicionales y sus prácticas.

Desde la independencia de El Salvador, en 1841, el país permaneció bajo una economía agrícola que favorecía a una pequeña oligarquía nacional y extranjera; primero británica y luego estadounidense. A lo largo de mediados del siglo xix y casi finales del xx, el poder permaneció intacto, transitando de una élite a otra. Guerras internas entre liberales y conservadores caracterizaron a la etapa posindependencia. Le sucedió en 1931 una era castrense, en la cual el poder ejecutivo fue sostenido por mandos militares hasta 1992. En este período ocurrieron migraciones masivas hacia dentro y fuera de El Salvador, una guerra con Honduras, castigos hacia la libertad de expresión política, tasas bajas de alfabetización y represión de movimientos sociales. Antes del desborde social que provocó la llegada al poder de gobiernos civiles en el ‘92, el FMLN era considerado un grupo ilegal opositor al Gobierno. Su estatus como partido se consolidó cuando en 2009 llegó a la presidencia después de cuatro períodos consecutivos en el gobierno por parte de ARENA, la derecha salvadoreña. A pesar de los nuevos gobiernos civiles, la inconformidad social siguió, motivada en parte por la creciente violencia del enfrentamiento entre pandillas como la Mara Salvatrucha y Barrio 18. Los actos de corrupción de los gobernantes no pararon y llegaron a un alto grado con el encarcelamiento del expresidente Elías Antonio Saca (2004-2009) bajo cargos de peculado y lavado de dinero. La pobreza tampoco decreció durante esos años. Para la gente, el verdadero cambio llegó con Bukele y su apabullante aprobación de más del 90% al inicio de su mandato en 2019.

El viraje contrario al político tradicional no solo comenzó a ser visible en la apariencia del mandatario, sino también en sus acciones y declaraciones. En el momento que se presentó para su primer discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, sin decir una palabra ante el público se tomó una selfi para su cuenta de Twitter. Este comportamiento atípico seguiría replicándose. En febrero de 2020, Bukele irrumpió espontáneamente dentro de la Asamblea Constituyente —máximo órgano legislativo de El Salvador— junto con veinte elementos de las Fuerzas Armadas para presionar a los entonces legisladores opositores de aprobar un crédito de 109 MDD destinado a la tercera fase de su programa insignia contra la delincuencia organizada: el Plan Control Territorial. Bajo dicho plan, Bukele busca castigar con mano dura a los miembros de las pandillas salvadoreñas. Ello se vio en abril de ese mismo año, cuando el gobierno central difundió imágenes y videos de miembros capturados en penales pertenecientes a la Mara Salvatrucha y Barrio 18. Las imágenes impactaron a la ONG Human Rights Watch, debido a que las pandillas rivales se encontraban mezcladas, vestidos solo con unas bermudas blancas, agachados en fila como muestra de sumisión y sin las medidas de distanciamiento adecuadas y el cubrebocas puesto en pleno apogeo del virus a nivel global.

Después de que el medio salvadoreño El Faro publicó supuestos pactos entre el gobierno y los maras para llegar a un acuerdo de paz, el director del diario, Carlos Dada, fue exiliado del país. Esa no ha sido la primera ni última vez que un periodista que habla en contra del Gobierno es castigado por medio del destierre o el asesinato. Sin embargo, aún no se ha podido comprobar este último. Anteriores ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SJN) no han visto con buenos ojos esta clase de medidas. La SJN solía ser el único poder opositor al Ejecutivo luego del triunfo mayoritario en la Asamblea General de Nuevas Ideas y partidos afines. Varios desencuentros tuvieron que suceder para que Nayib por fin destituyera a seis ministros opositores y colocara otros ad hoc; entre ellos, la proclama del poder judicial acerca de la Ley Bitcoin y la petición para reelegirse de Bukele, calificadas de inconstitucionales. El Presidente ha negado estas acusaciones o ha señalado que las acciones emprendidas por su gobierno han sido una especie de limpia de los regímenes corruptos del pasado.

Bukele ha destacado que, durante su mandato, el Plan Control Territorial ha tenido efecto reduciendo los niveles de violencia. Tampoco ha escatimado en decir que su estrategia contra la crisis del coronavirus ha sido efectiva al cerrar las fronteras del país, aun antes de que se presentara el primer caso, y los contratos que ha entablado con AstraZeneca para asegurar el suministro de vacunas; área donde se comienzan ya a ver resultados con la mitad de la población completamente vacunada. El Salvador incluso se ha jactado de donar 34 000 vacunas a través del mecanismo COVAX a Honduras. Aunque la popularidad del mandatario ha descendido ligeramente desde sus inicios como presidente hasta la fecha, Bukele puede presumir de una de las tasas más altas de aprobación hacia jefes de Estado o de Gobierno en América Latina, aunque su actuar se ha distanciado bastante del ser democrático. 

Entonces, ¿el fin justifica los medios? La respuesta, en una sociedad mundial donde una de las máximas es la democracia, resulta obvia: un contundente no. 

Los contrapesos internos parecen ser escuetos con una minoría civil descontenta pero activa a través de manifestaciones en las calles. La oposición partidista insta a la gente a no hacer uso del bitcóin por miedo a perder sus ahorros. Se presume que la mayor oposición que enfrenta Bukele viene de afuera. Kamala Harris se declaró “preocupada por El Salvador” a través de un tweet. Congresistas estadounidenses también han publicado cartas y documentos en donde alertan del autoritarismo del régimen (Lima, 2021). Ante esto, el Presidente ha acusado a la oposición de sembrar miedo en la población para mantener sus privilegios. Asimismo, urge a los Estados y organismos internacionales ocuparse de sus propios asuntos, vigilando el autoritarismo que dice haber en sus países. En hechos recientes, la cuenta oficial de Nayib Bukele en Twitter muestra en su biografía al “Dictador más cool del mundo mundial”, en respuesta irónica a sus detractores. Una broma apoyada por la mayoría de la población local que parece de mal gusto en un país históricamente dominado por reglas tajantes y autoritarias provenientes de militares. También envió un mensaje conciliador a la Asamblea General de las Naciones Unidas, con la probable intención de dar una buena imagen internacional de su país.

Algo que resultaría poco debatible acerca de las presidencias de Brasil y El Salvador es su carácter a instaurar un régimen autoritario, pero habría que resaltar la diferencia entre ambos países. A pesar de que Bolsonaro ha censurado con cierto éxito a la oposición brasileña, la respuesta política y social ha sido firme en contra del Presidente. Las protestas han aumentado, las instituciones opositoras no han sido silenciadas y el aparato político que arremete contra Bolsonaro sigue siendo escuchado. El PT no quedó silenciado después del encarcelamiento de Lula y el impeachment de Dilma. A la par, el descontento se exacerba, lo cual estimula el regreso de Da Silva en 2022. No hay que engrandecer el que alguien acusado por su accionar político y encarcelado sea el más oportuno para ocupar una presidencia, pero no es algo insólito, considerando la delgada línea entre presidencia y cárcel. Al menos no en América Latina, teniendo en cuenta casos como los de Alberto Fujimori y Ollanta Humala en Perú.

En el caso salvadoreño persiste un autoritarismo con mayor poder; simplemente por no contar con una oposición interna o la presión externa necesaria para desestabilizar la administración de Bukele. Sus políticas pragmáticas son efectivas, pero tienen costos en los derechos políticos de la sociedad civil. Al ostentar una popularidad tan alta, tal vez la peor amenaza para Bukele sea el exterior. Si el Presidente atentara contra intereses estadounidenses y tuviera que enfrentar los clásicos bloqueos económicos, esto traería consecuencias inmediatas para la base que los respalda. Mientras Bukele sea mesurado en su relación con Estados Unidos y ciertos aliados regionales, podrá contender para su reelección; decisión que ha planteado múltiples intervenciones. 

Los grandes retos democráticos latinoamericanos, están más presentes que nunca, la concentración de poder, el presidencialismo, débiles contrapesos y vulneración de los derechos civiles son realidades latentes en la región. La emergencia de regímenes que utilizan las vías democráticas para llegar al poder, para después destruirlas, hacen necesario un llamado al fortalecimiento de verdaderas sociedades civiles que, a través de la participación, obstaculicen la erosión de las instituciones y la formación de autocracias que borren de un plumazo la histórica lucha democrática.

 

Referencias bibliográficas: 

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*Ana Vanessa Cárdenas Zanatta. Doctora (c) en Relaciones Internacionales y Seguridad Nacional en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), máster en Análisis Político y Medios de Información y licenciada en Relaciones Internacionales del Tec de Monterrey, México. Actualmente se desempeña como docente en el Tec de Monterrey y en la Universidad Anáhuac.

*Kenjiro Juárez. Estudiante de Relaciones Internacionales, Universidad Anáhuac México.

*José André Nuñez Lavall. Estudiante de Relaciones Internacionales, Universidad Anáhuac México.