La relación de tensión entre la tipificación de figuras del delito en el nuevo Código Penal y las libertades fundamentales y derechos es analizada según la institucionalidad desvirtuada de convertir medios en fines, la vulneración de la libertad de expresión, la reparación del daño sobre la víctima del delito y las posteriores medidas de seguridad.
Por Carlos A. Hernández Rivera*
Introducción
El pasado 15 de mayo de 2022 fue aprobado el nuevo Código Penal de Cuba, que, aunque manifiesta una intención de homologación interamericana en temas de la dogmática penal, lo cierto es que genera serias preocupaciones -bajo el enfoque de los derechos humanos. El texto recoge una serie de restricciones y limitaciones a libertades y derechos fundamentales, en particular, los de expresión –tanto en medios impresos como en la internet-, de asociación, los de reparación del daño proveniente del delito y también, de manera llamativa, la protección de la institucionalidad gubernamental.
La presente colaboración tiene por objeto analizar -valiéndose del enfoque de la teoría de los derechos humanos- el nuevo Código Penal de Cuba, sobre todo en aquellas conductas tipificadas como delitos, que consistan en la vulneración de derechos y libertades fundamentales que, según la jurisprudencia desarrollada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, al provenir estas restricciones y limitaciones del derecho penal, sobreviene automáticamente la necesidad de un escrutinio riguroso y estricto.
El trabajo se presenta en cuatro apartados que son: la paradoja hobbesiana; la libertad de expresión; la reparación del daño; y las medidas de seguridad posdelictivas.
La paradoja hobbesiana
El término suele ser usado para demostrar el fenómeno de desviación del derecho y la institucionalidad, los cuales fueron pensados como medios para garantizar los bienes fundamentales de las personas que viven en comunidad, por lo tanto, cuando los medios se vuelven fines en sí mismos, sin duda nos alejamos del planteamiento ideal que debiera primar en una sociedad democrática.
Decimos lo mismo de la función social (Roxin, 2011) o utilidad del derecho penal, que no es más que salvaguardar los derechos y libertades fundamentales de las personas, de ahí que cualquier inclusión de figuras jurídicas que no sean en estricto sentido derechos humanos, deben ser revisadas bajo un escrutinio riguroso y el principio de mínima intervención. O sea, no decimos que existen otras figuras jurídicas (no fundamentales) que deben ser objeto de tutela, pero inexorablemente deben pertenecer al derecho administrativo, que no al penal.
La nueva legislación penal cubana prohíbe conductas que resultan altamente preocupantes como: i) el uso abusivo de derechos (art. 120)”, ii) los llamados de “seguridad Interior « (art. 119)”, iii) la “manifestación o asociación no autorizada (art. 274)”, y iv) “contra el orden público (art. 263)”. En ellos, en general, vemos una funcionalidad desnaturalizada del derecho penal. Es así, pues según también se constata en el artículo 1.1, se entiende a éste como el garante del “orden constitucional”, de los “bienes jurídicos colectivos, tanto políticos como económicos”, así como de la “legalidad socialista”.
Como se puede apreciar, es precisamente la manifestación de la “paradoja hobbesiana”, o, dicho en términos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos “un orden invertido” donde el ente susceptible de “control democrático” termina por ejercer un “control social” sobre las personas.
Además, se aleja del llamado por la dogmática jurídica como “Derecho Penal Mínimo” que es aquel que solo restringe o limita conductas que atentan contra bienes fundamentales de las personas, donde debe manifestarse un afectación grave a ellos, y, el resultado de los daños debe ser realmente significativo (a esta idea la conoce la teoría de los derechos humanos como el “Principio de Mínima Intervención”, que implica la avocación natural de medios menos lesivos -en todo caso- como sería el derecho de corte administrativo.
Por último, también debe de resaltarse que dentro de estas figuras protectoras del llamado “orden constitucional”, destacan otras más preocupaciones por el uso de términos ambiguos, e incluso contradictorios como los entendidos en los artículos 119.1 y 121, pues, mientras uno prohíbe actos de desobediencia que usen medios con violencia, el otro dispositivo hace precisamente lo contrario, es decir, castiga la desobediencia sin violencia. Esta antinomia es contraria al “Principio de Legalidad Penal” exigida a los Estados en el artículo 9 de la Convención Americana de Derechos Humanos.
La libertad de expresión
La recién aprobada legislación penal también enmarca una serie de conductas prohibidas que se ciernen sobre el derecho humano a expresarse libremente, tanto en su vertiente individual como colectiva. Precisamente, cuando sus limitaciones o restricciones son establecidas dentro de la ley penal sobreviene un escrutinio estricto y riguroso, pues no debemos olvidar que, de conformidad al derecho penal mínimo, las disposiciones punitivas deben de ser la última opción válida de la que puede echar mano el aparato estatal.
Así en particular, son las figuras legislativas denominadas “propaganda contra el orden constitucional» (art. 124)”, “divulgación de noticias falsas (art. 133)”, “Delitos de desacato y de vilipendio (arts. 182, 185 y 269)”, “clandestinidad de las publicaciones (art. 216)”, e instigación a delinquir (art. 268)”, a los que me he de referir a continuación, en virtud de las enormes tensiones que reflejan las medidas penales con el ejercicio de los derechos humanos.
Iniciaré por el llamado ilícito de “Propaganda contra el Orden Constitucional» (art. 124.1)” por el cual el legislador entiende la conducta de incitar contra el orden social, o bien, la mera posesión o distribución de una idea (sin gravitar su forma de fijación), e incluso, se agrava cuando se realiza la conducta a través de un medio de comunicación. Debemos recordar que el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos ampara la libertad fundamental de cualquier persona de difundir, buscar, o expresar cualquier idea, opinión, información, y no solo de naturaleza política o de ejercicio de sus libertades democráticas, sino también las de carácter artístico, las cuales no pueden ser objeto de más limitaciones o restricciones que las compatibles con esta convención, además, la interpretación de estas limitaciones no son al libre arbitrio de los Estados, sino sólo aquellas que sean necesarias e idóneas en una sociedad democrática.
Lo mismo sucede con las figuras punitivas de “Divulgación de Noticias Falsas (art. 133.1)”, y “Clandestinidad de las Publicaciones (art. 185.1)”. La primera en comento, por la razón que resulta desproporcionado usar el máximo poder aflictivo del Estado, por más que sean propiciadas con el afán de acusar desorden. Con mayor razón si la persona no dispone de los medios objetivos y reales para tal cuestión. Por lo que toca a la llamada clandestinidad, debemos recordar que la misma Convención Americana sobre Derechos Humanos, en su artículo 11, dispone el derecho a la vida, que incluye su vertiente de “privacidad” dentro de la que está subsumido el llamado “derecho al anonimato”, que resulta útil en el debate y deliberación de temas de interés público. Al sentirse la persona libre de represalias sin duda se expresa sin mayores cortapisas, pues la experiencia internacional muestra que el anonimato es frecuentemente usado por minorías que han sido estructuralmente excluidas. Con esta herramienta pueden alzar la voz en pro de sus derechos económicos, sociales y culturales.
Ahora bien, en lo que toca a los llamados “Delitos de Desacato y de Vilipendio (arts. 182, 185 y 269)”, cabe recordar que la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que existen discursos especialmente protegidos (y por lo tanto, donde debe ser más estricta y exhaustiva la idoneidad del uso del derecho penal), a saber; i) el debate sobre los asuntos de interés público, ii) las opiniones sobre funcionarios públicos, y iii) las que versen sobre candidatos en elecciones. Es por ello que en la jurisprudencia comparada de Latinoamérica han sido derogados o abrogadas las figuras típicas de ultrajes, calumnias o injurias a funcionarios públicos, por ser notoriamente incompatibles con la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Asimismo, las que protegen el “honor institucional”, pues como han reiterado estas opiniones judiciales continentales, se estará invirtiendo el orden democrático (la llamada “Paradoja Hobbesiana”) y en lugar de protegerse el derecho fundamental de las personas, que es la verdadera finalidad del derecho penal (llamado también “Principio de Derecho Penal Mínimo”), se estaría tutelando por la institucionalidad por encima de éstas, y ello no es acorde a una sociedad democrática.
Por último, en cuanto a la figura de “Instigación a Delinquir (art. 268.1)”, posee una peculiaridad que es de preocupación, pues, agrava la pena si el medio de propagación es por “redes sociales”. Esto, en que la jurisprudencia de la Corte Interamericana también ha sido enfática respecto de que no resulta razonable maximizar el castigo por esta circunstancia, se aleja desde el inicio de la tipicidad seguida en la región. Pero, además, hay que recordar que también las buenas prácticas judiciales de las cortes constitucionales de Latinoamérica han sido reiterativas respecto de que no resulta compatible con una sociedad democrática criminalizar cualquier discurso, aun cuando instigara al desorden mismo, si este llamamiento no es actual, real y verdaderamente efectivo. Es decir, no basta con meras afirmaciones sino es menester la factibilidad evidente.
La reparación de daño
La Constitución cubana reconoce el derecho de las personas a obtener la reparación de daño proveniente del delito, y en ese sentido se dispone de una serie de mecanismos señalados desde la legislación procesal. Sin embargo, la nueva redacción del ordenamiento penal en el artículo 102 presenta algunos cuestionamientos que se especificarán a continuación.
La Convención Americana sobre Derechos Humanos señala en el artículo 63.1 que, ante la violación de un derecho humano nace el llamado Derecho a la Reparación Integral, que, según la Corte Interamericana de Derechos Humanos, es un principio de derecho internacional, fuente misma de obligación. Es, además, recogido por múltiples tratados internacionales de derechos humanos, a efecto de que cualquier víctima sea restituida en el goce de sus derechos fundamentales, o en su defecto indemnizada justamente.
También, la jurisprudencia del mismo tribunal interamericano ha contemplado una serie de medidas tendientes a dotar de contenido el derecho de la reparación integral, a saber: a) la restitución, b) la compensación por daño inmaterial y material, c) la rehabilitación física o psicológica, d) la satisfacción de la víctima con la reparación misma, y, e) la garantía de no repetición.
Ahora bien, para el caso de las víctimas de hechos delictivos, vale primero precisar que, los derechos humanos son -desde luego- también violentados por otros particulares [drittwitkung], empero, aún en esta tesitura sigue siendo el Estado el principal obligado en garantizar el Derecho a la Reparación Integral generalmente a través del sistema de justicia penal.
Precisamente, de esta obligación jurisdiccional a cargo del Estado es que Naciones Unidas elaboró la llamada “Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de los Delitos y del Abuso del Poder (1985)”, de donde se desprende el deber subsidiario de los gobiernos a indemnizar financieramente a quienes sufrieron del acto injusto, cuando el infractor carezca de los medios suficientes para compensarlo.
Ciertamente, en un origen existió una confusión epistemológica con la reparación del daño proveniente del hecho delictivo, por su proximidad con la figura jurídica de la pena pública (Esparza, 2017). Es decir, el derecho penal era visto desde la perspectiva del infractor, a quien se debía sancionar y reencauzar, empero, el derecho penal moderno entiende que también importa -y mucho- la mirada hacia quienes sufrieron el impacto del ilícito penal. De ahí que hoy en día -como lo hacen la mayoría de las naciones de la región-, la Reparación de Daño sea un fin mismo de la justicia penal. Sin embargo, el dispositivo punitivo cubano parece alejarse respecto de esto, como se apreciará a continuación.
Para empezar, la denominación de “Responsabilidad Civil derivada del Delito”, hace alusión a una clara desvinculación con el fin de la justicia criminal, la cual, obedece más bien a una función sancionadora y reencauzadora del infractor, no en la cicatrización social del evento delictivo, para lo cual es imprescindible la Reparación del Daño como fin en sí mismo.
Sólo con la reflexión anterior es posible que el legislador cubano llegue a conclusiones como la improcedencia de la responsabilidad civil por provocaciones propiciadas por la víctima (artículo 102, 2.b), como si en el caso de un homicidio en riña, por ejemplo, las consecuencias del delito dejaran de existir. Supongamos que el fallecido era padre de familia, pues es indudable que sus derechohabientes habrán sufrido un perjuicio.
También es significativa la facultad discrecional judicial de reducción del monto indemnizatorio por insolvencia del infractor, e incluso la extinción de la obligación, dado que, estos razonamientos se apartan de la jurisprudencia latinoamericana que reconoce que “la justa indemnización” siempre será acorde al hecho victimizante, por lo que no es posible su reducción judicial, y mucho menos, su cancelación; en todo caso, precisamente de estas situaciones es que deviene el carácter subsidiario de la obligación del Estado.
De la misma forma, la institución regulada por el artículo 104.1, la llamada “Caja de Resarcimientos del Ministerio de Justicia”, opera precisamente en contra a la lógica de la creación de fondos públicos para poder indemnizar a víctimas del delito cuando el infractor carezca de recursos. Hay que recordar que este enfoque deriva de reconocer la necesidad de borrar las secuelas del hecho victimizante, y cerrar así, la brecha social ocasionada por el ilícito, para recuperar la armonía social.
Empero, el Estado parece más bien actuar como intermediario forzoso en el cumplimiento de la reparación del daño, subrogándose en el cobro al infractor, y ministrando en parcialidades a las víctimas, lo que sin duda se aleja del estándar interamericano de procurar una reparación integral efectiva y pronta. En todo caso, debería más bien, entregar enteramente el monto indemnizatorio a la víctima del delito (con fondos públicos), y repetir en acción legal contra el infractor, pero, jamás mediar como retenedor de pago.
Medidas de seguridad posdelictivas
¿La finalidad de la pena es el símil de la medicina a la enfermedad? ¿Qué se busca con la sanción? Decía el jurista germano Claus Roxin que la función de la penal pública debe ser la prevención del delito, ya sea en un enfoque general, o bien, en uno individual. En todo caso, la mirada amplia tiende a la disuasión colectiva del delito a partir del ejemplo, mientras que, desde la individualidad se trataría de neutralizar al delincuente para que no siguiera realizando el ilícito (2017).
Visto así, la pena es un justo castigo que además debe ser proporcional al hecho delictivo, es por ello que cuando el infractor cumple su pena se extingue el antecedente delictivo. Contrariamente, la legislación penal cubana aún posee el llamado capítulo de los “antecedentes penales (artículo 98.5 y ss.), que revisten dos preocupantes reflexiones: I) su naturaleza es desproporcionada pues guardan una proporción de dos años de registro por cada año de pena punitiva, por ejemplo, si el delito de que se trate merece una pena de 5 años, su registro delictivo será de 10; y II) su cancelación puede ser discrecional por el Ministerio de Justicia, sin explicar la ley penal cuáles son los supuestos en que se borran los antecedentes.
Pero regresando al punto nodal, decíamos, la cárcel tampoco debiera ser vista como un “hospital social”, donde los jueces, fiscales y custodios funjan como médicos, pues, con ello se desvirtúa la finalidad misma de la pena, es decir, no sólo se pretende el reproche proporcional de la sociedad, sino además, se estaría en el supuesto de formar a una persona conforme a un “ideal” (Foucault, 2009; Beccaria, 2014), negando así, la facultad libertaria de cada individuo de diseñar su propia personalidad, aún, suponiendo, fuera esta la del dependiente.
Amén de lo anterior, algo realmente preocupante en la figura “medidas de seguridad terapéuticas” es el gran margen de discrecionalidad del juez, quien eventualmente puede: i) hacer extensiva a su arbitrio la medida terapéutica, ii) sujetar a ésta a un reo que, aún no habiendo cometido el ilícito en cuestión bajo el influjo de las drogas o el alcohol, haya adquirido las adicciones durante su reclusión (artículos 106 y ss.).
Como podemos advertir las medidas de seguridad terapéuticas rompen con el principio del derecho penal (internacionalmente aceptado) de “estricta legalidad”, volviendo ambigua, e incluso caprichosa judicialmente su asignación (Ferrajoli, 2011).
Reflexiones finales
El derecho penal es quizá la mayor facultad punitiva con que cuenta el Estado para inhibir conductas, que atenten contra los bienes jurídicos fundamentales de las personas. Es por ello que la jurisprudencia interamericana da cuenta del desarrollo de una nueva dogmática tendiente a sujetar a escrutinios muy estrictos esta facultad estatal.
La creación de una nueva legislación punitiva, como el Código Penal de Cuba, necesariamente traerá esos análisis y cuestionamientos, sobre todo, a la luz del enfoque de los derechos humanos. De ahí que resulten seriamente preocupantes las restricciones y limitaciones a las libertades fundamentales, que, desde luego emergen con una fuerte presunción de inconvencionalidad, precisamente, por la tensión con ellos. Serán pues los tribunales, mediante el análisis judicial, quienes deberán pronunciarse al respecto.
Otra preocupación inherente a la creación de una norma penal es el cuestionar la legitimidad de la facultad estatal de prohibir la conducta, castigarla y juzgarla (Ferrajoli, 2011). En el caso en análisis se hace patente la llamada “paradoja hobbesiana”, en donde el medio se desvirtúa de su naturaleza original volviéndose el fin en sí mismo, es decir, el Estado protector se vuelve el protegido por la ley.
Referencias Bibliográficas
Beccaria, C. (2014). Tratado de los delitos y de las penas. México: Editorial Porrúa.
Díaz, E. & Roxin, C. (2017). Teoría del delito funcionalista. México: Editorial Flores.
Esparza, E. (2017). La reparación del daño. México: Inacipe.
Ferrajoli, L. (2011). Derecho y razón: Teoría del garantismo penal. Madrid: Editorial Trotta.
Foucault, M. (2009). Vigilar y Castigar: el Nacimiento de la prisión. México: siglo XXI.
Organización de Estados Americanos. (1969). Convención Americana sobre los Derechos Humanos. Washigton DC: OEA.
Naciones Unidas. (1985). Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de los Delitos y del Abuso del Poder. Nueva York: ONU.
*Carlos A. Hernández Rivera. Es Maestro en Derechos Humanos y Democracia por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (sede México), se Doctora en Derecho Penal y Política Criminal por el Instituto Nacional de Ciencias Penales (México), es Maestro en Políticas Públicas por el Colegio de San Luis (México), es Abogado por la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (México) de donde es profesor de la cátedra de Derechos Humanos. Además, es colaborador en prensa, y Consejero Ciudadano de Organismos Públicos Protectores de Derechos Humanos.