Los factores que hacen a las democracias y su efectivo funcionamiento requieren la atención debida para garantizar que las prácticas democráticas se vuelvan concretas y reales y así evitar los fracasos y debilitamientos del sistema. Institucionalidad y gobernanza son claves en este proceso.
México es un país pluricultural desde su concepción. Diversos hechos históricos han forjado la realidad que hoy vivimos, desde los procesos emancipatorios del siglo XIX hasta la realidad política y administrativa del presente.
Para comprender mejor el precepto democrático que nos ocupa, es prudente remontarnos a los inicios de la teoría del Estado que permean hasta nuestros días. Dicho constructo teórico estipula que, el Estado, como es concebido en la actualidad, proviene de un pacto político y social, a través del cual los individuos ceden una parte de su libertad para que, de esa manera, se instaure una supra institución que garantice los derechos inalienables de los seres humanos.
Dicho precedente teórico posee diversos autores que destacan, cada uno con una especificidad trascendental —como Hobbes, Locke o Rosseau—. Sin embargo, el punto neurálgico del entramado conceptual propuesto gira en torno de un ente garante de las condiciones de desarrollo y principios axiológicos de la identidad humana.
En palabras coloquiales: el Estado es una creación política y social que regirá, desde el momento de su legitimación, las relaciones entre los individuos y que permeará como defensor de la justicia para ser garante de las condiciones de desarrollo y dignatario de la esfera pública.
Sin embargo, el Estado será ineficiente y carente de legitimidad si no logra posicionarse en la esfera pública de una manera tangible. Esta cuestión se ve resuelta mediante el Gobierno, el cual puede ser entendido como el ente de contacto y materialización de los preceptos teleológicos del Estado. El Gobierno funge como ejecutor de la política, entendida esta como directriz de proceder, como eje axial del quehacer público orientado al bien común.
A lo largo de la historia de las sociedades ha cambiado la forma en la cual los Gobiernos llegan y se mantienen en el poder. Resulta evidente que las estructuras políticas que rigen la dinámica del ejercicio de poder serán siempre influenciadas por el paradigma presente en determinada época referente a la democracia —desde un proceso monárquico de índole espiritual, hasta el concepto que el día de hoy se erige como el paradigma utópico para las naciones en vías de desarrollo como lo es México.
La democracia para Ferrajoli consiste en un método de formulación de las decisiones colectivas en el conjunto de reglas que se le atribuyen al pueblo, y, por lo tanto, a la mayoría de sus miembros a través del poder directo y/o a través de representantes al asumir decisiones. Esta no es solo la acepción etimológica de “democracia”, sino también la concepción compartida de forma unánime en la teoría y la filosofía política, desde Kelsen a Bobbio, de Schumpeter a Dahl.
El paradigma democrático se ha posicionado como el tipo ideal de toda sociedad dentro de los esquemas de globalización que hoy se viven, siendo punta de lanza de naciones completas, toda vez que refleja mediante un esquema representativo los deseos de una mayoría, la voluntad del pueblo, en teoría, es traspasada a un cúmulo concreto de ciudadanos mediante un mandato delegativo; sin embargo, se corre el riesgo que esto no suceda así, tal y como ha ocurrido en un sinfín de ocasiones.
Que un Gobierno sea democrático implica una serie de hechos concatenados. Debemos dejar de romantizar la idea de que la democracia se concentra en el acto de votar en un proceso electoral. Ser democrático es preservar, ante todo, los derechos inherentes al individuo sin importar filias electorales; ser democrático es escuchar a las minorías y proceder con apego a valores y principios claros, inalienables y dejar de buscar que desaparezca la crítica.
Todo esquema gubernamental democrático debe tener una serie de contrapesos, que favorezcan la oportunidad de que las minorías puedan pasar a ser mayorías en situaciones coyunturales de desgaste, en las cuales el Gobierno no pueda, o quiera, satisfacer las demandas sociales.
En un régimen democrático las políticas públicas constituyen un aspecto sustancial de consolidación. En primer lugar, implican la acción de gobierno en un entorno plural, de intereses diversos, donde las problemáticas son también plurales y diversas de acuerdo a las demandas sociales. También requieren de la construcción de procesos abiertos y sistemáticos de deliberación para consensuar los problemas que se han de enfrentar y de qué manera. Esto es esencial para definir las políticas públicas a desarrollar (Arellano y Blanco, 2020).
Las políticas públicas han fungido como un elemento indispensable del quehacer gubernamental, pero es importante señalar que existen Gobiernos —como el mexicano actual— que han basado su legitimidad en una serie de programas y proyectos sectorizados. Estos, a la luz del juicio crítico, han generado esquemas clientelares que buscan la permanencia en el poder a través del tiempo; situación que podría no ser tan sana para la democracia que se desea. Un elemento indispensable de la perduración de la democracia son las instituciones. Estas fungen como sistemas constantes de procesamiento de conductas y necesidades de la sociedad, y garantizan, de forma sistémica, que determinado proceso se lleve a cabo de manera deseada y que se facilite el proceso de escrutinio de estos. Para March y Olsen (2006), una institución es un conjunto relativamente permanente de normas y prácticas organizadas incrustadas en estructuras que, a su vez, son en gran medida invariantes y resistentes a los cambios de los individuos.
La persistencia y fortaleza de las instituciones enmarcadas en un sistema democrático resultan ser aspectos indispensables para la prevalencia de la democracia a través del tiempo, ya que, sin estas, es difícil que un sistema democrático pueda tener continuidad.
Las sociedades modernas, frente a la esfera pública que incluye al Estado, engloban una multiplicidad de relaciones entre los ciudadanos y sus grupos que originan acciones para reclamar la atención del Estado a necesidades generales, regionales o de grupo. Se establecen así una serie de relaciones entre la sociedad y el Estado que utilizan el instrumento del “diálogo” para llegar a acuerdos (Bracamonte, 2002).
Democracia es gobernar para todos, garantizar libertad, permitir la existencia de la discrepancia, reconocerse como un ente en cambio, en adaptación. Muchos Gobiernos democráticos se han desvirtuado; se trata de un riesgo constante. Es virtud del político preservar como prioridad el camino correcto, llevar de la teoría a la práctica el objetivo original del Estado, ser garante de las condiciones de desarrollo y enmarcar las relaciones de la sociedad a la cual gobierna y representa.
El correcto intercambio de demandas sociales y respuestas gubernamentales tiene como objetivo perdurar la situación de gobernabilidad en un territorio, esto solo se logra mediante un proceso correcto de comunicación; situación que explica, de manera brillante, Almond y Verba en su texto “Civic Culture”.
Dejemos claro que, sin importar la procedencia de un Gobierno, uno de los objetivos principales debe ser buscar un esquema de gobernabilidad que deberá escuchar las inquietudes de todos y darles cauce por las vías y mecanismos conducentes. De no ser así, se generará un clima de descontento social y es muy probable que el costo político-electoral —en un sistema democrático como el que nuestro país tiene— sea tan grande que no pueda revertirse; incluso con esquemas clientelares.
La gobernabilidad puede ser definida como un equilibrio dinámico entre el nivel de las demandas sociales y la capacidad de respuesta gubernamental. Por lo tanto, la gobernabilidad democrática es un proceso en el cual se garantiza la estabilidad de un sistema mediante la correcta solución de las inquietudes o necesidades sociales, sin excluir minorías ni enfrascarse en un círculo vicioso de conflicto permanente con los detractores.
El manejo ineficaz de los asuntos económicos, la incapacidad o desatención para responder a necesidades elementales, las tensiones institucionales en el interior de los poderes, la irrupción de la violencia (ya sea social y desorganizada, con base en estructurados movimientos rebeldes, o animada por los poderes invisibles del crimen organizado) y la erosión de la legitimidad democrática (debida a episodios reiterados y manifiestos de corrupción política y enriquecimiento ilícito de funcionarios gubernamentales) han sido algunos factores típicos que provocaron situaciones de “ingobernabilidad” en los países latinoamericanos durante los últimos años (Camou, 2020).
Para un Gobierno, perder la gobernabilidad de su territorio es sinónimo de fracaso y por la naturaleza de la democracia es sinónimo de agotamiento de un proyecto político que se muestra ineficiente. Lo anterior trae consigo —en la mayoría de los casos— derrotas electorales que implican un cambio de la clase política de una sociedad; situación que aclaro, no es mala, incluso es necesaria.
Sin embargo, la gobernabilidad al margen de la democracia estimula el germen del autoritarismo en aras, en el mejor de los casos, del Gobierno eficiente, pero sin legitimidad ciudadana. De la misma manera, postular la democracia sin considerar la gobernabilidad puede derivar en situaciones de inestabilidad política. Por estas razones es pertinente la reflexión simultánea en torno a la gobernabilidad democrática y a la democracia gobernable. Con ello se alude a dos niveles fundamentales de la política: los procesos democráticos para la conformación de Gobiernos legítimos y el ejercicio gubernamental eficiente con vocación de servicio ciudadano (Camou, 2020).
México: ciclos políticos, gobernabilidad y democracia
Analizar la historia del sistema político mexicano permite delimitar los momentos históricos donde la gobernabilidad de ciertas regiones se vio en juego por causa de amenazas externas y tangibles. También nos permite observar las transiciones que se han presentado; quizás la más notoria sea la ocurrida en 2000, cuando el partido hegemónico por más de 80 años perdió el máximo puesto político: la presidencia de la república. Fue sin dudas un precedente en la historia moderna mexicana. Por otro lado, de manera igualmente trascendental, en 2018 se concreta la llegada, por primera vez, de un Gobierno de índole izquierdista al poder que trajo consigo una retórica de cambio y combate al paradigma neoliberal que había permeado en la política y la administración pública.
Ha costado mucho construir el andamiaje institucional en México. Este se basa en preceptos emanados de la política post revolucionaria y de marcadas influencias dentro del esquema de división de poderes. Es por esto que, en la actualidad, hubo dudas respecto a que pudiese resistir los embates de un nuevo Gobierno —que, coherente con sus ideas, ha buscado modificar de manera sistemática las instituciones y pregonado la necesidad de materializar el mandato ciudadano que obtuvo en las urnas el presidente en 2018.
El cambio de paradigma político-administrativo en México ha traído consigo ciertas contradicciones. Desde un punto de vista teórico, la llegada al poder de la “izquierda mexicana” se vio enmarcada en un proceso de ascensión de neopopulismos en diversas partes del mundo, tal es el caso de Estados Unidos con Donald Trump. En México este suceso fungió como una válvula de alivio para un sistema desgastado de partidos.
La lectura que se le puede dar a esta tendencia es simple: los sistemas políticos y democráticos que se creían tan maduros fallaban, no cumplían la función teleológica de su establecimiento. La sociedad se sentía dividida. Ciertos grupos sociales que vieron sus intereses lanzados por la borda, sin ser tomados en cuenta, encontraron en líderes de tendencia social demócrata un mecanismo de entrada de sus peticiones al plano público. Estos grupos fungieron como la llave electoral que posibilitó la entrada al poder a diferentes fuerzas políticas.
Si bien los mecanismos de encumbramiento electoral y político cumplen con los parámetros democráticos, las acciones dejan y han dejado un sabor amargo si se tiene como eje rector la división social, el clasismo, la anulación de la oposición y el establecimiento de programas clientelares que cimienten la aprobación focalizada del mercado electoral deseado.
México vivió en junio de 2021 un proceso electoral histórico: se batieron records de participación ciudadana para unas elecciones intermedias. Los resultados fueron buenos en términos generales para todos, mientras que el Gobierno y su partido oficialista lograron mantener mayoría en el Congreso. No obstante, esta vez se vio disminuida en comparación de la elección anterior.
En el ámbito estatal, de las 15 gubernaturas en juego, el partido que postuló al actual presidente obtuvo 11 de las 15, situación que fortalece al partido oficial de cara a las elecciones presidenciales de 2024. Por lo tanto, podemos decir que, si bien hubo un señalamiento del proceder gubernamental reflejado en las urnas, en términos generales, el Gobierno aún tiene aprobación suficiente para ganar con su maquinaria electoral. Tendremos que ver qué dice la sociedad dentro de 3 años.
Las instituciones, la democracia y la 4T
El proceder gubernamental de la llamada “Cuarta transformación” (4T) ha sido sistémico desde su llegada al poder; se ha caracterizado por su intención de un rompimiento con el régimen institucional establecido por muchos años, en los que el paradigma neoliberal reinaba.
Si bien el argumento del nuevo Gobierno federal podría ser válido —basado en el mandato imperativo del pueblo que votó en las urnas en 2018 y que encumbró al último líder visible de las izquierdas en México—, en ocasiones podría prestarse a malos entendidos.
El nuevo modelo político mexicano en ciernes ha establecido un rompimiento con las instituciones que fueron creadas como herramientas operativas del modelo neoliberal, buscando actualmente perdurar la voluntad política sobre la sistematización de procesos mediante instituciones especializadas —tal como fue el caso del conflicto con el Instituto Nacional Electoral y el ejecutivo federal[1].
El proceder de Andrés Manuel López Obrador, presidente de la república, ha tenido un tinte beligerante, tanto con los adversarios políticos como con algunas de las instituciones—como sucedió con la Auditoria Superior de la Federación en el caso concreto de la cancelación del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México[2]—. Sin embargo, un suceso distintivo de este proyecto político y que rompe con el esquema de confrontación institucional, fue el hecho de la ampliación del mandato del ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar.
Este hecho deja una imagen clara que si bien la 4T procede con un esquema donde el entramado institucional previo se debilita, también fortalece a instituciones que aseguren que sus políticas de gobierno trasciendan; y qué mejor que la máxima casa de resguardo del precepto constitucional.
El primer examen para con la sociedad está superado por la “Cuarta transformación”. Al parecer el proyecto político se encuentra firme y cimentado en una constante procuración del “Target Político-Electoral” del Gobierno actual. Con mayoría en ambas cámaras y más de la mitad de las gubernaturas en su poder, el aparato gubernamental tiene todo para hacer un buen trabajo.
Cimentar procesos de gobernabilidad democrática y luchar por el bien común deberá ser su objetivo en esta segunda parte del mandato del presidente López Obrador. Por el bien de México y de la democracia, esperamos que así sea.
Referencias:
Arellano, D. & Blanco, F. (2020). Políticas Públicas y democracia, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, Instituto Nacional Electoral en https://cutt.ly/Xn3N1Rm
Bracamonte, E. (2002). Política, Estado y gobierno. Revista Ciencia y Cultura, (10), 73-78. Recuperado en 11 de junio de 2021, de https://cutt.ly/fn3N3Zq
Camou, A. (2020). Gobernabilidad y democracia, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, Instituto Nacional Electoral en https://www.ine.mx/wp-content/uploads/2021/02/CDCD-06.pdf
Ferrajoli, L. (2009). Los fundamentos de los derechos fundamentales. Trad. esp. a cargo de A. de Cabo y G. Pisarello, Trotta, Madrid, pp. 215-242.
March, J. & Olsen, J. (2006). Elaborating the New Institutionalism. En R. Rhodes, S. Binder, & B. Rockman, The Oxford Handbook of Political Institutions (pp. 3-22). Oxford University Press.
[1]Ver https://www.eleconomista.com.mx/politica/AMLO-presentara-iniciativa-de-reforma-al-INE-despues-de-las-elecciones-de-junio–20210413-0055.html
[2] https://politica.expansion.mx/presidencia/2021/02/22/estan-mal-sus-datos-amlo-acusa-a-la-asf-de-hacer-campana-para-sus-adversarios
Por
Javier Luis Blanco Salazar. Licenciado en Ciencia Política y Administración Pública por El Colegio de Veracruz. Ganador del Premio Nacional al Desempeño de Excelencia EGEL otorgado por el CENEVAL en el área de ciencia política y administración pública. Maestrando en Administración Pública por el Colegio de Veracruz. Analista administrativo en El colegio de Veracruz.
Rafael Lorenzo Torres Fontecilla. Licenciado en Psicología por la Universidad Veracruzana. Maestro en Psicología Clínica y de la Salud por el Instituto Superior de Estudios Psicológicos. Maestrando en Administración Pública por El Colegio de Veracruz. Analista Especializado responsable del Programa Contra el Tabaquismo y Atención Ciudadana en la Comisión Estatal Contra las Adicciones de Veracruz. Miembro del programa Jóvenes de Excelencia Citi-Banamex.