Visto en la lógica de la serie, el peronismo entra en una zona de resignificación productiva de su sentido histórico. Las filiaciones, las historias, los personajes, inclusive las redundancias argumentales y las contradicciones internas pasan a formar parte de una trama cuya ley instala el orden que debemos conocer: el nombre del padre, y el irreductible valor de la lealtad hacia él.
Empieza un nuevo gobierno y no sabemos cómo va a ser. El mundo de los analistas y de los políticos profesionales se encuentra actualmente llenando de palabras y explicaciones lo que, en el mejor de los casos, es pura futurología y deseo.
Lo inteligible es una realidad llena de dificultades: más de un tercio de los argentinos son pobres, el país debe enfrentar en el corto plazo pagos de la deuda externa que no tiene forma de respetar y el nuevo gobierno llega al poder con un número de bancas que lo obligará a negociar, tanto en la Cámara de Diputados como la de Senadores. Además, en la exitosa estrategia de juntar a todos los sectores del peronismo para ganar, el ahora Fernandismo compró su propia trampa para los tiempos de gobierno: tiene a todos adentro.
La política argentina se reencuentra con la dinámica del juego imposible: para ganar las elecciones necesitó de un pacto y ese mismo pacto podría hacer extremadamente difícil el ejercicio del poder.
Esta paradoja política se vuelve aún más crítica al considerar el escenario económico: ¿Cómo inyectar dinero en la ciudadanía al mismo tiempo que no hay plata y que nos persigue el conocido fantasma de la hiperinflación?
La única certeza con la que contamos es que el 10 de diciembre habrá un nuevo presidente. Si la tradición del peronismo se impone, el kirchnerismo se desdibujará y dará paso a una nueva experiencia, siempre marcada por el nombre propio.
Más allá de la conformación final de las primeras líneas de funcionarios, la danza de rumores que tuvimos a lo largo de semanas con posibles ministeriables y autoridades en el Congreso permite especular con un gobierno de cruza, en el que todos los jugadores tendrán un lugar en la cancha, lo que es lo mismo que decir que no quedará ninguno en la reserva. Si las cosas salen bien, todos serán padres de la victoria y la pelota correrá como si nunca hubiera habido desconexiones entre los jugadores. Deseemos gobernabilidad y buenas noticias porque los tiempos en los que los peronistas se pelean entre ellos son tiempos de sufrimiento para todos los argentinos.
En este escenario de tan difícil análisis, la historia no nos va a revelar el futuro. Pero sí nos puede ayudar a diferenciar lo nuevo de aquello que se repite con leves variaciones.
Una constante política en la Argentina es la voluntad de refundación. Cada nuevo gobierno busca diferenciarse de lo que lo antecede e inaugurar una etapa nueva. Algunos lo hacen rescatando un pasado anterior, generalmente lejano y recordado diferente a lo que fue. Otros prefieren centrar la construcción simbólica en el futuro, como si la fiesta hubiera comenzado cuando ellos llegaron.
El inicio del Fernandismo es descripto como una transición, como si se tratara de un cambio de régimen y no de una simple sucesión entre presidentes de fuerzas partidarias diferentes. Y no se trata sólo de la caracterización de quienes piensan este momento, así lo construye el mismo presidente al haber desestimado un traspaso que incluyera un equipo del gobierno saliente que dialogara y transmitiera información de Estado al equipo del gobierno electo. De nuevo: nada original por aquí tampoco. Para encontrar ejemplos de un traspaso político y administrativo virtuoso no nos sirve recorrer nuestra historia. La única alternativa es regionalizarlo y mirar el ejemplo de otros países para encontrar allí lo que acá falta, tal como ocurrió en Brasil al finalizar su mandato Fernando Henrique Cardoso y lo sucedió Lula Da Silva.
Tampoco encontramos novedad en que casi todo sea especulación y se tengan tan pocas certezas sobre los acontecimientos próximos. La política siempre es contingente, pero en Argentina es, además, imprevisible. El triunfo de un partido político sobre otro no nos da pistas sobre cómo será el gobierno. Quienes creyeron que Cambiemos quitaría las retenciones, sacaría el cepo cambiario, bajaría los números de la inflación y la pobreza y crearía una ciudadanía menos obligada a preocuparse por los acontecimientos políticos se equivocaron. Al igual que quienes pensaron que con Carlos Menem retornaba un liderazgo caudillista nacional y popular, la revolución productiva y el salariazo.
Aún en este escenario de renovado bipartidismo que muchos quieren crear, el triunfo de determinado partido político no da señales sobre las características que tendrá el gobierno. ¿Qué es, acaso, lo que podemos decir de los próximos cuatro años al inscribirlos en la larga historia del peronismo? ¿Cuáles son aquellos principios, aquellas líneas rectoras, siempre presentes en el peronismo y ausentes en otras fuerzas políticas?
El peronismo llegó al poder en las elecciones de febrero de 1946 con el apoyo de los trabajadores organizados, la Iglesia y los militares. El trabajo de Perón en la Secretaría de Trabajo y Previsión le permitió entablar un vínculo que le aseguró el apoyo de los primeros. El recientemente publicado trabajo de Samuel Amaral da cuenta de cómo se ganó la elección en cada una de las provincias y vuelve a poner en escena la participación de las sedes provinciales de las Secretarías de Trabajo en la tarea. La preferencia de la Iglesia por el candidato laborista era obvia: Perón era quien aseguraba la continuidad de la educación católica en las escuelas dentro de la currícula oficial. Ninguno de los partidos que conformaban la Unión Democrática –radicales, socialistas, comunistas y demócratas progresistas- tenían la voluntad de continuar esa medida, por lo que la decisión para la Iglesia fue más que sencilla. Paradójicamente, el vínculo más complejo fue con los militares. Perón era, dentro de aquel escenario, quien les aseguraba seguir teniendo cierto control sobre la política. Sin embargo, Perón también era ese personaje a quien le habían pedido sólo unos meses antes de la elección la renuncia a los tres cargos que ocupaba (la vicepresidencia, el ministerio de guerra y la secretaría de trabajo), por considerar que su personalismo y ambición política eran excesivos.
De estos tres sectores que constituyeron la alianza principal de Perón, sólo los trabajadores lo seguirán acompañando hasta el final del mandato. La relación con la Iglesia se desgastó por cuestiones ligadas a los contenidos educativos, por la búsqueda de sacralizar la figura de Eva Perón tras su muerte y terminó por estallar luego de la sanción de la primera ley de divorcio que tuvo la Argentina. Las consecuencias estuvieron a la vista, tanto en la quema de Iglesias como en la fundación del Partido Demócrata Cristiano. Dentro de las Fuerzas Armadas también la enemistad fue explícita: primero ocurrió el intento de golpe de Estado liderado por Benjamín Menéndez en 1951 y cuatro años más tarde ocurriría el derrocamiento que dio lugar a la Revolución Libertadora.
Los apoyos estratégicos analizados a lo largo de aquellos diez años nos permiten comprender cómo, desde el inicio, el peronismo fue una fuerza que mantuvo constante a un aliado (el mundo de los trabajadores) al mismo tiempo que construyó su poder junto a sectores con los que terminó fatalmente enfrentado.
Las políticas llevadas adelante durante aquella década hacen inclasificable al peronismo dentro de las categorías de izquierda, centro y derecha. En esos diez años, la Argentina supo ser antiyankee y acusar a la oposición de títeres del imperialismo americano y también supo ser un aliado estratégico de los Estados Unidos en la lucha contra el comunismo y en las intenciones de explotación conjunta de petróleo con la Standard Oil. Interpretó como forma de desarrollo imponer el monopolio estatal del comercio exterior y redistribuir capital hacia la industria para luego reperfilar la estrategia y transferir subsidios y créditos al agro. Incentivó el consumo y el gasto público y también lo restringió. Nacionalizó los ferrocarriles y, sólo unos años después, otorgó beneficios a los inversores extranjeros.
En algunas otras áreas, la acción fue más constante: fue una época de ampliación de los derechos ciudadanos y sociales y se realizó bajo un talante autoritario. El peronismo amplió progresivamente los derechos electorales (primero al otorgarle el voto a las mujeres y luego a quienes antes habitaban los territorios nacionales) y no sólo extendió los derechos laborales y sociales sino que también les otorgó rango constitucional. Al mismo tiempo, eliminó la relativa autonomía que tuvo la Central General de Trabajadores respecto del Estado y del gobierno a fines de los años cuarenta y la integró orgánicamente al peronismo, expulsando a los sectores comunistas y permitiéndole facultades de intervención sobre el conjunto de las entidades gremiales constituidas. Los rasgos autoritarios se tradujeron también en la estrategia alrededor de la prensa: el gobierno fundó ALEA, una empresa estatal de medios de comunicación afines al gobierno, al tiempo que compró, hostigó, cerró y expropió a los medios opositores –con la única excepción del matutino La Nación. La voluntad de bajarle el volumen a las voces opositoras también se tradujo en la representación política. El peronismo modificó las leyes electorales y mediante la instauración de un sistema de circunscripciones uninominales y un uso intensivo del Gerrymandering en la Capital Federal logró que el tercio de la ciudadanía que de forma constante votaba a la oposición pasara de tener 47 bancas a sólo 12.
Tomando en cuenta estas diferentes medidas vemos una constante: hay en el primer peronismo una apuesta a ampliar y fortalecer la democracia siempre y cuando esta sea entendida como la supremacía del número y no contemple en su interior los resguardos propios de las formas republicanas y liberales. Fortaleció una democracia como aquella que temía Alexis de Tocqueville, sometiendo las decisiones al imperio del número. Y le agregó un elemento propio del populismo, al confundir la mayoría con el todo.
Esta voluntad unanimista –que es justo señalar que no fue ninguna novedad del peronismo, sino que ya la encontramos en el siglo XIX con experiencias tan diferentes como la del rosismo y la del mitrismo y en el siglo XX con el yrigoyenismo- fue un rasgo marginal en los setentas. Al regresar Perón en 1973, su gobierno dejó de lado el conflicto con la oposición para ocuparse de resolver el enfrentamiento entre los propios. El abrazo de Perón con Balbín y el mensaje de que los antiguos enemigos ahora eran simples adversarios no hizo, sin embargo, que se abandonara el esquema maniqueo en el que unos son el bien y luchan contra el mal. Simplemente se corrió el enemigo. Ya no eran los otros partidos sino quienes tomaban las armas en contra de la democracia. Perón se recostó, nuevamente, sobre el sector sindical. La política estuvo en esta época ganada de forma total por la coyuntura y este tiempo, a la vez breve y acelerado, volvió marginal a los otros problemas y a las formas posibles de solucionarlos. Pero algo fue completamente diferente en esta segunda época del peronismo en el poder: desapareció la idea de que un solo partido podía aspirar a representar a toda la sociedad.
En los años noventa el peronismo cambió, por primera vez, de nombre propio. Carlos Menem resignificó el movimiento, dotándolo de tantos elementos diferentes que muchos de los propios aún rechazan la idea de colocar al menemismo dentro de la tradición peronista. La ola llevó a abandonar la estética inicial del caudillo al ritmo que las recetas económicas trazadas en los think tanks le encontraron la solución neoliberal a la hiper. Ya no fue un peronismo que hacía fuerte a los trabajadores a través de sus sindicatos sino uno que engrandeció a los sindicalistas capaces de asegurar la flexibilización laboral. El peronismo noventista llevó la convivencia con Estados Unidos a las relaciones carnales, optó por dejar de vivir con lo nuestro y decidió privatizarlo, abrir la frontera y recuperar el cosmopolitismo. Frente al eterno problema de no tener una moneda inventó la convertibilidad, incluso pagando los costos de endeudarse, achicar el Estado y meterle nitrógeno a una bomba que, tarde o temprano, terminaría por explotar.
El menemismo tuvo una idea de futuro como único lugar para habitar, que se mostró en diversos aspectos. Uno de ellos fue la relación con las fuerzas armadas. La dictadura se quiso dejar atrás, indultando y liberando a los militares al mismo tiempo que se vaciaron y desfinanciaron sus instituciones. Se pretendía dejar de pensar en el golpe militar al tiempo que se tomaron todas las medidas necesarias para que no se repitiera nunca más.
Otra característica distintiva, propia de la esfera simbólica pero no por eso sólo discursiva, fue que la figura del pueblo perdió centralidad. Nos convertimos todos en ciudadanos del mundo y la lógica amigo-enemigo de los primeros peronismos dio paso paso a una confusión general, en la que parecíamos haber construido acuerdos transversales.
Fue un peronismo que reeligió sin que nadie se hiciera cargo de votarlo, en medio de un proceso de estabilización monetaria, modernización de los servicios públicos, reformas de Estado y un verdadero shock de consumo fundado en los electrodomésticos hogareños. El orgullo de ser peronista quedaba para otras épocas, lo que generó eventualmente que las disputas sobre quiénes eran los representantes del verdadero legado de Perón llegaran nutridas de denuncias sobre la inmoralidad del gobierno, mientras la desocupación y la pobreza crecían al mismo tiempo que parte de la sociedad se atragantaba con burbujas.
Con la experiencia de la Alianza en el medio y una de las crisis sociales, políticas y económicas más fuertes del largo siglo XX, la reinvención del peronismo tomó las características opuestas. La alegría menemista se evaporó, las divisiones entre el mundo privado y público se hicieron más finitas, los hechos perdieron centralidad frente a los gestos y todo lo personal pasó a ser político.
Un nuevo líder pasó a ser el programa o, en este caso, dos líderes y un modelo. Algunos temas presentes en la sociedad fueron adoptados como propios. Posiblemente los dos más exitosos fueron los que encarnaban los organismos de derechos humanos y el movimiento que en aquellos años se definía con la sigla LGTBI. Durante el gobierno de la Revolución de Junio, un Perón que aún no pensaba en su carrera política sino en dotar de legitimidad al gobierno del que formaba parte se acercó a los trabajadores y empezó a hablar con ellos sobre sus reivindicaciones y demandas. La misma estrategia fue adoptada por Néstor Kirchner al llegar a la presidencia. Pero ya no fueron los clásicos sindicatos sino estos grupos, con reclamos caros a la ola progresista que se había vuelto grande y bienpensante como respuesta frente a la década menemista. Así como trabajadores y peronismo se volvieron sinónimos en los cuarenta, ser militante de organismos de derechos humanos o de cuestiones de género se convirtió en ser kirchnerista, con contadas excepciones.
No sólo las banderas del progresismo diferenciaron al cuarto peronismo del tercero. Del Estado que se tenía que achicar, el empleo que se debía flexibilizar y un país que quería convertirse en competitivo según las leyes del mercado global, se pasó a un Estado caro, que renacionalizó el sistema previsional y creo empleo público como forma de contención social y como seguro de inviabilidad para el sostenimiento futuro. El FMI pasó a ser la encarnación del mal, los Estados Unidos el imperio que siempre había sido y se apostó a la patria grande, aún más en tiempos de radicalización ideológica. Y este fue otro elemento de ruptura: allí donde al menemismo dejó hacer y decir, el kirchnerismo prefirió regular y hegemonizar. De la irreverencia de CQC con la fiesta menemista y el micrófono matinal de Carlos Corach justificando tormentas y terremotos, se pasó a un uso de los medios públicos que buscó penetrar a la sociedad con las visiones políticas del gobierno. De todos modos, el proceso no fue tan lineal y sólo se entiende mirando las coyunturas. Pese a la voluntad de los actores de explicar aquellos años como un modelo, no todo estuvo guiado por una idea rectora. Desde aquel comienzo en el que Néstor aumentó el poder de los grandes holdings de comunicación (al permitir, por ejemplo, la fusión de Cablevisión y Multicanal) a la ley de radiodifusión, con su voluntad de dar lugar a lo que se defendió como pluralidad de voces. Porque el kirchnerismo, como todos los gobiernos, es menos uniforme que lo que le gusta pensar a propios y opositores.
Frente a las privatizaciones, mejor nacionalizar. El endeudamiento financiero no se hace con los yankees sino con los venezolanos, sin importar si las tasas son más altas o más bajas. Al campo se le aplican retenciones, porque la mano invisible no es neutral sino que siempre favorece al más fuerte. De sacar dólares en el cajero que costaban lo mismo que los pesos a conseguirlos con cepo, precio diferenciado y completando una declaración jurada.
Este breve y profundamente incompleto listado de decisiones políticas nos sirve solamente para un fin: entender que el peronismo no es una cosa determinada. Sacó personas de la pobreza, metió personas en la pobreza e incluso llegó a decir que contar la pobreza era estigmatizar a los pobres. Cerró fronteras y también se volvió cosmopolita, privilegió a los trabajadores y también a los empresarios, privatizó y nacionalizó, apostó al Estado chico y el Estado omnipresente, fue un ejemplo de la libertad de prensa y también de la violación de la libertad de prensa, delegó decisiones en los técnicos y concentró la administración en los políticos. Renovadores, heterodoxos, ortodoxos, Pro-Washington, AntiImperialistas y tercermundistas. Guerrilleros y neoliberales, socios fundadores de la última versión de la Patria Grande y únicos propagadores de la Internacional Justicialista. Por momentos optó por la construcción simbólica y la importancia de peronizar, en otros apostó a las cuotas y a la tostadora en combo con la minipimmer. Una de las experiencias se percibió con tanto manejo del poder que se permitió ponerse a tono con el mundo poscomunista y explorar el pluralismo, mientras que otros agrietaron y desplazaron de la comunidad política a quien pensaba y votaba distinto. El peronismo en el poder fue un Partido-Estado y también una sociedad de partidos provinciales asociados en el manejo del poder sin necesidad de compartir un horizonte ideológico nacional.
“Instrumento electoral en el decenio fundacional, partido proscripto entre 1955 y 1973, fuerza política que estalló internamente entre 1973 y 1976, movimiento congelado durante la dictadura militar y dirigido por el ala sindical al llegar la democracia, cuyas luchas de reconstrucción fueron parcialmente exitosas; conjunto de partidos provinciales y municipales aunados apenas por recuerdos históricos bajo el menemismo y la experiencia neoliberal” dijo con exactitud sobre los peronismos Ricardo Sidicaro.
Frente a tantas discontinuidades, una característica se muestra permanente: su organización tras un apellido. Así mutó privilegiando grupos, métodos y objetivos diferentes. La constante ha sido una impronta castrense que le dio su fundador: el orden y la orden por encima de cualquier cosa y la consagración de la lealtad como valor. La conducción bicéfala es compleja en cualquier fuerza pero aún más en las que ven virtud en la figura del conductor y proclaman al pronunciar su nombre un programa de gobierno.
¿Qué es el Fernandismo? La novedad de la experiencia nos aconseja prudencia en su caracterización. Las pistas son contradictorias y conocerlo llevará un tiempo. Pero al recorrer la historia de los peronismos en el poder hay una constante en los diversos escenarios: todos los presidentes peronistas electos por el imperio de la soberanía popular gozaron de su propio –ismo, que en general no construyeron a partir de definiciones y voluntades previas sino conduciendo a partir de los límites y potencialidades de la coyuntura que le tocó a cada uno.
[author] [author_image timthumb=’on’][/author_image] [author_info]Sabrina Ajmechet
Licenciada en Ciencia Política y Doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Profesora de Pensamiento Político Argentino en la Carrera de Ciencia Política de la UBA y de Historia General en la Escuela de Politica y Gobierno de la UNSAM. Coordinadora de la Maestría en Políticas Públicas y Gerenciamiento del Desarrollo (UNSAM-Gergetown University).[/author_info] [/author]