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¿Votar o no votar? Experiencias electorales de Honduras y Nicaragua en 2021

Regímenes híbridos caracterizados por estar configurados como autoritarismos competitivos han convertido a la democracia en signo vaciado de sentido, en un significante desconectado de los contenidos y valores democráticos. La legitimidad de forma con que los procesos electorales invisten gobiernos de prácticas autoritarias como si fueran respetuosos de derechos y libertades es la tendencia más preocupante en el mundo y en la región.

Elvira Cuadra Lira

 

La ciencia y la práctica política valoran la participación electoral como una variable clave que mide – positivamente – la salud de la democracia. En ese sentido, es usual que los discursos públicos animen a los ciudadanos para que acudan a las urnas a ejercer su derecho al voto. Los resultados usualmente fortalecen el ejercicio democrático, los sistemas electorales y la legitimidad de los gobiernos elegidos. Pero esta premisa de la democracia se ha convertido en una espada de doble filo en algunas circunstancias, de manera que ha dado vida a los llamados regímenes híbridos de autoritarismo competitivo (Levitsky y Way, 2010) donde las contiendas electorales terminan recubriendo de formalidad y legitimidad a gobiernos con tendencias autoritarias. Esa es una de las características de algunas democracias latinoamericanas actuales y, particularmente, de las centroamericanas.

 

En Nicaragua la abstención cuenta

En esa categoría se identificaba a Nicaragua antes del año 2018 cuando emergió un profundo descontento social, que desde entonces ha sido respondido por el gobierno con una política de represión y un estado de excepción de facto. Desde el inicio del estallido social, la demanda fue realizar elecciones adelantadas para un cambio de gobierno, algo a lo que no accedió Daniel Ortega, quien mantuvo el control de la crisis con el uso de la fuerza y la represión hasta noviembre de 2021, fecha señalada por la ley para la celebración de comicios generales.

Tanto las fuerzas de la oposición como Ortega comenzaron a prepararse tempranamente para el proceso electoral, toda vez que éste fue visualizado como un punto de inflexión por ambas partes y por la propia ciudadanía. Del lado de la mayoría de la población y de la oposición, las elecciones representaban una gran ventana de oportunidad para cambiar al gobierno y abrir una nueva transición hacia la democracia. Para Ortega, las elecciones significaban asegurar su permanencia en el poder y la sucesión dinástica.

En medio de tensiones y desencuentros, las fuerzas de la oposición lograron conformar dos plataformas o alianzas políticas con grandes posibilidades electorales, mientras la ciudadanía mostraba disposición de participar en las elecciones. La posibilidad de que las dos plataformas de la oposición llegaran a conformar una gran alianza electoral con una fórmula presidencial de consenso representaba un gran riesgo para los propósitos continuistas de Ortega, de manera que decidió cerrar las posibilidades electorales controlando todas las variables, promoviendo la promulgación de un conjunto de leyes represivas y una reforma de la ley electoral que tuvo como principal objetivo eliminar a la competencia.

En mayo de 2021 inició una escalada represiva que ha significado el encarcelamiento de más de 50 personas, entre ellas siete candidatos de la oposición, los cuales se suman a más de 120 prisioneros políticos que se encuentran en diferentes centros de detención. Los prisioneros han sido enjuiciados, sometidos a procedimientos penales irregulares y a tratos crueles que se extienden a sus familiares. Además, el Consejo Supremo Electoral (CSE), bajo el control de Ortega, canceló las personerías jurídicas de tres partidos políticos para eliminar cualquier posibilidad de competencia. La represión también incluyó silenciar a la prensa independiente y otras voces críticas, de tal manera que la fiscalía desató una fuerte persecución a decenas de periodistas y se ordenó el allanamiento y confiscación de medios como Confidencial y La Prensa. La escalada represiva provocó una nueva ola de exilio para líderes sociales y políticos, periodistas, empresarios privados, defensores de derechos humanos, médicos, entre otros.

Las organizaciones de oposición, prácticamente proscritas, declararon que no existían condiciones para las elecciones, las declararon ilegítimas, y llamaron a la comunidad internacional a no reconocer sus resultados. Mientras, convocaron a la ciudadanía a no acudir a las mesas electorales. El 7 de noviembre, día señalado para las votaciones, el peso de la abstención masiva se hizo sentir. De acuerdo con los reportes de periodistas y evidencia suministrada por la propia población, los votantes no se presentaron a las juntas receptoras. El organismo Urnas Abiertas, que realizó un monitoreo en todo el país, estimó el promedio de abstención en 81 %.

Mientras tanto, el órgano electoral reconoció un poco más del 30 % de abstención y anunció los ya consabidos resultados: Daniel Ortega permanecerá en la presidencia por cuarto período consecutivo y Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta, iniciará un segundo período. El CSE también le adjudicó 75 de los 90 escaños parlamentarios; es decir, Ortega se reservó el control total del legislativo. Pero, a pesar de que controla todos los poderes estatales, no cuenta con apoyo ni legitimidad ciudadana, tal como quedó demostrado el día de las votaciones con el alto porcentaje de abstención. Además, ha ido perdiendo respaldo dentro de su propia base de apoyo político.

La abstención no es un fenómeno nuevo en Nicaragua. En las elecciones generales de 2016 y las de gobiernos locales de 2017 los porcentajes de abstención también fueron altos. En esas votaciones y las recientes, la abstención se convirtió en una herramienta política poderosa de la ciudadanía para hacerle sentir al poder el peso de su rechazo, toda vez que los procesos electorales no ofrecían las condiciones mínimas para asegurar que fueran justos, competitivos y transparentes.

 

Honduras: votos que abren la puerta al cambio

Tres semanas después de las votaciones en Nicaragua, en Honduras también se efectuaron unos mega comicios para elegir los cargos en el ejecutivo, el congreso y los gobiernos locales. En un país altamente polarizado desde el golpe de estado de 2009, con una mayoría de población empobrecida, excluida, agotada de los altos niveles de violencia y la corrupción gubernamental, así como la captura del Estado por parte de grupos poderosos vinculados con el crimen organizado, las elecciones han representado una gran oportunidad para hacer un cambio político. Las expectativas ciudadanas transitaron de la incertidumbre y el pesimismo al inicio del proceso electoral, hacia la esperanza y el entusiasmo en las últimas semanas.

Desde el golpe de estado de 2009, el sistema político hondureño ha estado controlado por un sistema bipartidista donde los actores hegemónicos han sido el Partido Nacional, el partido de gobierno, y el Partido Liberal. Durante los últimos años, el presidente Juan Orlando Hernández impuso su continuidad en la presidencia a pesar de que la Constitución se lo prohibía expresamente, y constituyó un gobierno que ha descansado en el respaldo de la institución castrense, el control fáctico sobre otros poderes estatales, la corrupción y los vínculos con el crimen organizado, particularmente el narcotráfico internacional.

El control autoritario se extendió rápidamente en la institucionalidad estatal generando altos niveles de corrupción y pérdida de legitimidad de los partidos políticos ante la ciudadanía. Más que eso, dio lugar a que el narcotráfico internacional permeara el Estado al más alto nivel, tal como quedó demostrado con el caso del propio hermano de Juan Orlando Hernández, Tony, quien fue diputado en el Congreso, detenido, juzgado y encontrado culpable en Estados Unidos por delitos relacionados con el narcotráfico. En el proceso, el mismo presidente fue acusado de estar involucrado en las operaciones criminales. Otro caso conocido es el de Yani Rosenthal, quien corrió como candidato por el Partido Liberal después de cumplir una condena en Estados Unidos por lavar dinero del narcotráfico.

Uno de los momentos más críticos fue la decisión del gobierno de Hernández de finalizar la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), en 2020, debido a los desacuerdos entre la Organización de Estados Americanos (OEA) y el gobierno hondureño para que la Misión pudiera continuar con su tarea luego de cuatro años de funcionamiento en los cuales contribuyó en los procesos contra más de 130 personas y 14 casos.

El año electoral inició con una sociedad cansada, descontenta y ansiosa por un cambio que le permita disminuir los altos niveles de pobreza, exclusión y violencia que prevalecen en todo el país. La insostenible situación que viven millones de hondureños ha empujado a miles a emprender arriesgadas travesías en caravanas de migrantes que desde hace varios años salen hacia el norte buscando llegar a Estados Unidos, muchas veces sin éxito y convirtiéndose en el camino en el blanco de grupos criminales o de las políticas antimigratorias de Guatemala y México. 

La crítica situación social se volvió más compleja con los conflictos y protestas de diferentes grupos de población que sufren los efectos directos del autoritarismo, la violencia y la corrupción como en el caso de los pobladores de Guapinol, una localidad donde el gobierno ha autorizado concesiones de manera arbitraria provocando deforestación y graves problemas de acceso al agua. Las protestas de los pobladores fueron reprimidas violentamente, sus participantes criminalizados, enjuiciados y encarcelados. La población también ha expresado su descontento con las llamadas Zonas de Empleo y Desarrollo (ZEDE) porque las consideran verdaderos paraísos donde las facilidades fiscales beneficiarán a grupos corruptos y criminales.

Prácticamente todo el año 2021 ha estado caracterizado por la violencia política y la fragmentación de la oposición. Para la competencia presidencial se inscribieron doce partidos, una alianza y dos candidatos independientes; mientras que para los cargos electivos en el Congreso y los gobiernos locales se inscribieron catorce partidos. Una buena parte de ellos son emergentes, pequeños y con poca proyección entre la ciudadanía. Una de las sorpresas que tuvo impacto en los resultados electorales fue la conformación de una impensada alianza entre el Partido Libertad y Refundación (Libre), cuya fórmula presidencial estaba encabezada por Xiomara Castro, esposa del depuesto Mel Zelaya en 2009 y candidata a presidenta y vicepresidenta en dos elecciones anteriores, y el Partido Salvador de Honduras encabezado por Salvador Nasralla, un conocido presentador de televisión y político que la acompañó como segundo. Ambos, figuras emergentes en la política hondureña. 

A pesar de la violencia política, las elecciones se efectuaron en relativa calma. Los ciudadanos acudieron a las urnas a depositar sus votos rompiendo la tradicional abstención que en otros procesos electorales alcanzaba casi el 50 %. Esta vez, de acuerdo con los datos del Consejo Nacional Electoral (CNE) al momento de cerrar este artículo, el porcentaje de participación electoral alcanzaba el 69.2 % con el 65.2 % de las actas escrutadas.

Los resultados rompieron con el histórico bipartidismo y abrieron espacio para fuerzas políticas emergentes. Xiomara Castro se ha erigido como la ganadora de los comicios con una clara ventaja sobre sus oponentes de los partidos tradicionales. Será la primera presidenta mujer en la historia de Honduras. De acuerdo con los datos recabados hasta ahora, su partido cuenta con una importante ventaja en los gobiernos locales; sin embargo, no ocurre lo mismo en los cargos para diputaciones del Congreso donde los escaños han quedado distribuidos entre diferentes fuerzas políticas, lo cual las obligará a establecer alianzas entre ellas.

Las misiones de observación de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Unión Europea emitieron sus informes preliminares en los que señalan una serie de irregularidades durante el proceso electoral que en realidad no comprometen los resultados de las votaciones.

El gobierno recién electo se enfrenta a grandes y complejos retos considerando los niveles de corrupción y el control de las élites sobre los poderes y recursos estatales; así como la penetración del narcotráfico en la institucionalidad. De momento, la ciudadanía está contagiada por un espíritu optimista y espera cambios importantes. La gran interrogante es si efectivamente el nuevo gobierno tendrá margen suficiente para enfrentar a los poderes fácticos y responder efectivamente a las expectativas de la población.

 

Una mirada comparativa preliminar

Las recientes experiencias electorales en Nicaragua y Honduras tienen algunas similitudes y particularidades. Entre las similitudes, ambos países muestran una tendencia decreciente de la democracia electoral durante las últimas décadas. Los dos procesos electorales transcurrieron en contextos complejos donde se combinan el autoritarismo, cada uno con diferentes matices; la violencia política, también expresada de diferente forma; la convergencia de varias crisis que incluyen las crisis políticas, las provocadas por la pandemia del covid-19, pero sobre todo por el manejo gubernamental de la misma; las crisis generadas por la enorme presión social frente a las condiciones de pobreza, exclusión y vulnerabilidad de grandes sectores de población. A eso se suman la aceleración de los flujos migratorios por razones políticas, de inseguridad y falta de oportunidades de supervivencia; así como los ciclos de conflicto y movilización social en curso en ambos países.

La emergencia de nuevos actores políticos en las contiendas electorales también fue una similitud en los dos casos. Sin embargo, en Nicaragua estos actores emergentes fueron eliminados de la competencia de manera violenta y arbitraria porque desafiaban el propósito continuista de Daniel Ortega y Rosario Murillo. En Honduras, las fuerzas políticas emergentes lograron abrir un espacio para la participación política durante los comicios. En ambos casos, a pesar de los diferentes derroteros, las fuerzas tradicionales y autoritarias perdieron legitimidad entre la población.

Los procesos electorales fueron visualizados por la población como una posibilidad para hacer cambios de gobierno. Pero, las condiciones específicas fueron diferentes. En Nicaragua no hubo garantías ni condiciones básicas para las elecciones. El sistema electoral está controlado por Ortega y a lo largo del tiempo ha adquirido un diseño fraudulento que permite manipular los resultados a conveniencia. Los candidatos con mayores potencialidades se encuentran prisioneros, sometidos a juicios y sufriendo tratos crueles. La competencia electoral partidaria fue eliminada de tajo y solamente se permitió la inscripción de partidos colaboracionistas; y el proceso transcurrió sin observación electoral nacional e internacional. A la falta de condiciones se agrega que sobre la población se ha impuesto una política de represión y un estado de excepción de facto que limita severamente el ejercicio de derechos fundamentales. En esas circunstancias la abstención se convirtió en una forma de expresión del descontento y la protesta.

En Honduras, el sistema electoral ha actuado con relativa transparencia, de manera que los resultados son creíbles. Durante la campaña, una pluralidad de partidos tuvo la oportunidad de inscribirse y participar en el proceso. La población participó en un ejercicio de primarias para la selección de las candidaturas y también fue posible conformar alianzas electorales que lograron captar los votos ciudadanos. Otra condición importante es que el proceso contó con observación electoral nacional e internacional, de manera que, a pesar del contexto complejo del país y los altos niveles de violencia política, la ciudadanía acudió a las urnas a votar para propiciar el cambio deseado.