El clima de violencia, que desde hace un par de décadas impera en El Salvador, tiene 4 ejes fundamentales: la guerra entre maras rivales, la dominación que ejercen estas pandillas sobre las comunidades, la violencia estatal hacia las maras, y la respuesta de estas contra el Estado. Esta situación pone en jaque al sistema democrático que se intentó construir a partir de la firma de los Acuerdos de Paz en 1992, que puso fin a más de una década de guerra civil.
En primer lugar, hay que tener en cuenta qué son las maras. En realidad “mara” es una palabra de uso coloquial en Centroamérica y particularmente en El Salvador, y significa “grupo de personas o de amigos”. El término cobrara su sentido de “pandilla centroamericana” recién para la década de 1980 en Los Ángeles, California, con la creación de la Mara Salvatrucha (MS-13) fundada por migrantes salvadoreños, y con la adhesión de migrantes centroamericanos a la ya conformada Eighteen Street Gang (Barrio 18 o M-18). Durante los ´90, el gobierno norteamericano emprendió una serie de deportaciones masivas de centroamericanos acusados de delinquir en Estados Unidos, lo que provocó que una oleada de pandilleros angelinos llegara a Centroamérica, principalmente a El Salvador, Guatemala y Honduras.
También hay que tener en cuenta el contexto socio-político desastroso por el que atraviesa un país luego de una cruenta guerra civil, como era el caso del Salvador para ese entonces. La estructura social desigual, con una amplia mayoría de la población sumida en la pobreza, y la joven institución democrática, no prestaron la debida atención al fenómeno migratorio y de consolidación de las pandillas en las comunidades más pobres, pues era imposible que otro tema que no fuera la transición a la paz preocupara a la opinión pública. Sin embargo, para 2003 las maras ya eran uno de los principales problemas del país, y tanto el gobierno de ARENA (Alianza Republicana Nacionalista) de derecha, como el del FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional) de izquierda, que se sucedieron hasta la fecha, intentaron sin éxito combatir a estas pandillas.
Actualmente, las maras ocupan un rol decisivo en la vida, e incluso en la muerte, de la población salvadoreña. Tal es así, que de facto se adjudican funciones y potestades, que en teoría son propias del monopolio del Estado. Podemos afirmar entonces que, las maras compiten con el Estado por el poder, y en algunas comunidades tienen el dominio real del territorio.
Las maras salvadoreñas viven insertas en sus comunidades, a las que han llegado a subyugar luego de más de dos décadas de ejercer violencia sistemática sobre ellas, mientras que los agentes del poder represivo-legítimo del Estado (la policía y el ejército) son entes extraños a la comunidad, además de mantener una presencia intermitente. Las normas de conducta que la población de esas comunidades vive diaria y efectivamente son las de las maras. La naturaleza misma del ejercicio de poder de las maras, fundado en una violencia extrema, así como la extensión territorial y la cantidad de población sobre la que ejercen dicho poder, pone en serias dudas la efectividad de los actores estatales. En las zonas controladas por maras es habitual que estas decreten toques de queda, imponiendo las horas de entrada y salida a los habitantes de la comunidad, así como al transporte público. No obedecer los toques de queda es una cuestión de vida o muerte.
Las maras han establecido una suerte de tributo o renta, a través de un sistema funcional de extorsión sobre amplios sectores de la población, y la reconocen como su principal fuente de ingresos. Las pandillas la justifican como una contribución o impuesto que tiene como contraprestación la supuesta protección de los miembros de la comunidad, incluso algunas empresas incluyen este tributo dentro de sus costos de operación. La proliferación de esta carga impositiva ilegal demuestra una vez más la incapacidad del Estado para hacer frente a las maras. Íntimamente ligada con la práctica de extorsión se encuentra la creciente cantidad de personas, familias y comunidades enteras desplazadas, tanto hacia el interior del país como hacia el extranjero debido a las amenazas, y al control que ejercen las maras sobre la población.
La violencia que atraviesa la sociedad del Salvador, se traduce en la frecuencia con la que se dan los enfrentamientos entre la policía y las pandillas, y en la gran cantidad de asesinatos por día que se cometen en el país. Los funcionarios policiales y militares, conviven en las mismas comunidades sobre las cuales las maras ejercen control, por lo que el riesgo de sufrir una emboscada es algo a lo que se enfrentan día a día. Como respuesta, las fuerzas de seguridad aplican procedimientos que rozan la ilegalidad, e incluso hay indicios de la conformación de grupos paraestatales de “limpieza”, en los que se presume estarían implicadas las propias fuerzas de seguridad. Los enfrentamientos se han visto acrecentados luego de que la Sala de lo Constitucional emitiera una sentencia respecto de la Ley Especial contra Actos de Terrorismo en la que afirmó que las pandillas ms-13 y Barrio 18 debían considerarse como organizaciones terroristas.
La situación de la democracia en El Salvador es, cuanto menos complicada, pues si bien se cumplen algunos indicadores democráticos como lo son la celebración periódica de elecciones, o la relativa estabilidad de sus gobiernos, una gran cantidad de salvadoreños ven limitadas libertades individuales tan básicas como la de circulación, pues dependen de la voluntad de organizaciones criminales para poder visitar otros territorios. Y por otro lado, la actuación de un Estado reaccionario, que en lugar de buscar una mayor inclusión social, para disminuir la marginalidad donde proliferan estas pandillas, consolida aún más el ciclo de la violencia que parece no tener fin para la sociedad salvadoreña.