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Testimonio de un alzamiento inconcluso

Relate desde el interior de la manifestación del 11J, que sacudió a Cuba entera e hizo estallar la imagen amañada que el régimen sostiene de sí mismo a nivel internacional. La marcha en las calles y la experiencia del cambio deseado, de viva voz, tal como fue vivido por sus protagonistas.

 

No se sabe con total exactitud cómo fue, pero el domingo 11 de julio prendió entre los cubanos la chispa de la libertad de manera irreversible. Todo comenzó en el poblado de San Antonio de los Baños. Una multitud se lanzó a la calle a pedir el fin de la dictadura comunista. No pedían mejores salarios, menos cortes de electricidad o razonables tarifas de Internet, el mensaje era muy claro: ¡Libertad!

Las redes sociales comenzaron a reverberar. Como era domingo, los censores descansaban, relajados en su burbuja de conformismo y desidia. Los “cogimos movidos”, o más bien inmóviles. La primera plaza que se tomó fue el mundo virtual, así es como será la lucha en estos tiempos, primero en las redes, después en las calles. En el resto del país compartíamos con alegría aquellas imágenes de San Antonio. De pronto colgaron otro video en Facebook: ¡Palma Soriano se levanta!, luego Cárdenas, Matanzas, empiezan a caldearse los ánimos, en todos los pueblos de Cuba la gente se hace la misma pregunta: ¿y nosotros qué hacemos?

Emerge en todas las redes un sentido de solidaridad y una apremiante necesidad de acción. Uno se imagina en esos momentos las caras de terror de los represores, jamás se había visto algo así en este país. El volumen de público que se aprecia en las imágenes hace que el “maleconazo” del 94 palidezca. Vuelan los mensajes y las llamadas en todas direcciones, familiares y amigos de dentro y fuera del país que ya están cansados de un Gobierno déspota, se pronuncian: ¡Arriba! ¡A la calle! ¡Es la hora!

En la mayoría de las ciudades se forman de manera espontánea grupos de Telegram y WhatsApp para coordinar acciones. La organización es precaria, urgente. Hay poco tiempo, se quiere aprovechar el momentum antes de que las fuerzas represoras actúen. Se hacen citas para las grandes plazas, las avenidas principales; los grupos, como es de esperar, están infiltrados por la Seguridad del Estado, pero ahora mismo el miedo no tiene cabida en la imaginación encendida de los jóvenes que comienzan a creer en masa en el sueño que durante generaciones se resguardó en unos pocos hombres y mujeres dignos.

Salimos a las calles[1], la tensión está en el aire y se puede cortar con un cuchillo romo. La luz del trópico es mas intensa, quizá son los sentidos afilados; nunca hubo tanta adrenalina compartida en el flujo sanguíneo de la nación. En la avenida principal comienzan a asomarse las familias en sus puertas, los más jóvenes se miran, teléfono en mano, ellos conocen. No todos se van a sumar, algunos se tragaron sus testículos y huyeron. Otros pelean por salir, mientras una madre los sostiene del brazo, deshecha en llanto, y les dice: “No vayas, te van a matar”. Las madres saben. Las madres conocen las entrañas podridas de este animal moribundo y peligroso que es el comunismo cubano.

A medida que avanzas hacia el epicentro de la ciudad llegan grupos de dos, de tres, de cinco jóvenes con la emoción en el rostro. Las miradas cómplices, el paso ligero, nos delata. Está prohibido hablar, años de represión y censura nos han enseñado que cualquiera puede ser un chivato, un hijo bastardo de la bestia. Las patrullas pasan a toda velocidad hacia los puntos de reunión, los policías de tránsito se ven inquietos, las Suzukis rojas de la Seguridad aparecen en las esquinas como buitres que anticipan la carroña.

En un país envejecido, de pronto solo hay jóvenes y policías en las calles. La calma antes del estampido nunca fue más insoportable. Hay mucha luz, son las tres de la tarde. Cada vez estamos más cerca del lugar donde los libres se citaron en secreto. Algunos, más decididos que otros, apuran el paso, alguien corre, luego otro, un murmullo se alza por encima de los techos de tejas centenarias, retumba el primer grito: “¡Libertad!”, el segundo: “¡Abajo la dictadura!”. La emoción es indescriptible. La percepción del tiempo se distorsiona en nuestras cabezas. En un segundo rompimos 62 años de silencio. Ahora todo va a ocurrir bajo un atardecer veloz.

En la masa hay hombres y mujeres, adolescentes, jóvenes que lucen humildes, algún que otro señor de más de 50 años. Movidos por la mano invisible de la patria nos unimos en coro, la multitud crece, las voces se rasgan como fogonazos. ¿Así termina todo? ¿Así acaban 60 años de dolor, miseria y división? ¿Es este el fin del zarpazo totalitario que ha destruido nuestra nación? Las expectativas son altas, es algo nuevo.

Sin darnos cuenta nos hemos convertido en una fuerza indetenible, marchamos al unísono y ocupamos más de dos cuadras en el grueso de la manifestación. Muchos en sus casas nos apoyan, hay lágrimas y aplausos, hubo quien sacó banderas a los balcones para celebrar. Lamentablemente, también hay hogares cerrados, miran temerosos por las rendijas de sus puertas desvencijadas, estos han comprado el miedo que les ha vendido la propaganda oficial durante décadas de adoctrinamiento feroz, pero no atinan a hacer otra cosa que observar en silencio total. De pronto, Cuba es un país sin un solo comunista —o los que dicen serlo—. ¿Dónde están ahora?, uno se pregunta.

La marcha es un ejemplo de civismo, de unidad. No hay un líder, no hubo que firmar un documento, a nadie lo chantajearon para que viniera, como hace el régimen con sus rehenes ideológicos. Durante el camino no hay un golpe ni una piedra lanzada, se respeta la propiedad privada de los ciudadanos que no participan. La violencia no es parte de nuestro credo, la violencia la pondrán ellos, en unos minutos. No hay ánimo de revanchismo en nosotros, ni el más mínimo amago de “ajustar cuentas”, que era lo que nos decían los ideólogos desde la escuela primaria. Nadie habló de los yanquis, nadie pidió una invasión, nadie quería sangre. En esta multitud de individuos libres que se alza desde las calles, solo hay un reclamo: el fin de la dictadura.

En medio de la alegría pasamos por alto las señales de lo que se nos venía encima. La bestia esperaba en silencio, utilizan la tecnología comprada con nuestro dinero para organizarse, se llaman por radio, se equipan, se preparan. Ya han movilizado a sus grupúsculos de militantes, casi todos rayan la ancianidad. De pronto, surgen a espaldas nuestras, vienen con sirenas y luces. Traen soldados. Son jóvenes fornidos, visten de verde y llevan boinas. Tienen tonfas para golpear, botas para patear; los comisarios políticos les han engañado con mentiras terribles y los han hecho víctimas de su narrativa tramposa.

Vestir un uniforme en este país les da derecho a golpear sin piedad a sus compatriotas. Salen del camión como un torrente, se les nota la rabia. Minutos antes les lavaron la cabeza o, mejor dicho, se las ensuciaron con una arenga política fratricida y perversa. “Es la CIA”, les dicen, “el enemigo, el imperialismo yanqui, los contrarrevolucionarios”. Como les han desdibujado la realidad, ahora mismo son fieras, algunos quieren hacer daño, infligir dolor a civiles indefensos, probar el músculo tantas veces entrenado. Yo me niego a creer que todos son malos, que todos esos muchachos son comunistas rabiosos, que los han convertido en simples armas de odio.

Sin embargo, en ese instante, no hay tiempo para reflexiones. Ahora se lanzan como hienas sedientas de sangre sobre nosotros. Comienzan los gritos y los bastonazos, hay heridas, huesos rotos. Algunas muchachas se interponen creyendo que la hombría podrá más que la ideología, pero no es así. Las mujeres también son golpeadas, doblegadas, arrestadas como delincuentes. La masa se dispersa, algún temerario les planta pelea, pero son muchos y responden con saña; una saña que el cubano no conoce, una saña que les han sembrado los dirigentes del castrismo, los verdaderos culpables de toda esta catástrofe. La confusión y el miedo se apoderan de la gente, algunos resisten a toda costa.

A unas pocas cuadras ya han soltado a la chusma revolucionaria, al principio indecisa, no se creen lo que ven, pero los represores los aguijonean por detrás, los más comprometidos vociferan delante sus consignas hueras. Duele ver a los padres y abuelos, a los vecinos y conocidos sirviéndolos.

Les han dicho que nos pagan; como si la belleza de un ideal, la dignidad y los sueños se pudieran comprar. Los comunistas no pueden entenderlo porque los comunistas cubanos hace mucho que no sueñan. Alguna vez lo hicieron, pero hoy solo piensan en resistir. Resistir al cambio, resistir lo natural, resistir a las ideas. Viven en un espasmo del pasado, tienen enemigos imaginarios en la cabeza, han preferido echar a los jóvenes de este país o amordazarlos antes de escucharlos y entenderlos.

Avanza ahora en sentido nuestro la falsa marcha, son los mismos de siempre, unos veinte a lo sumo, traen hermosas banderas cubanas y la insignia del 26 de julio. La mayoría tiene el pelo gris y la piel curtida por el sol. La dictadura los usa sin escrúpulos, los lanza contra sus propios hijos. Los principales incitadores nunca dan la cara, su estrategia siempre ha sido simple, enfrentar al pueblo con el pueblo, dividir, sembrar el odio, inventarse epítetos.

Esa misma tarde, Miguel Díaz-Canel, hombre opaco al que le ha tocado la tarea de dilatar lo inevitable, lanzó sus buitres a la calle. Les ordenó combatir, se declaró “dispuesto a todo”. Esta frase será su epitafio ante la historia. En la noche comenzaron los arrestos, al mejor estilo soviético, usando la oscuridad para encubrir sus fechorías. Las represalias y los escarmientos son el método favorito de los tiranos. La maquinaria propagandística del régimen, haciendo gala de su habitual desprecio por la verdad y su odio al pueblo, se alineó con los represores y nos calificó de mercenarios y agentes de la CIA. La ética del periodismo en Cuba murió de manera definitiva el 11 de julio. No han querido entender que esto es un proceso irreversible que apenas comienza. En el camino habrá pérdidas, dolor, confusión, pero ahora está más claro: “la noche no será eterna”.

Algunos se preguntan si se ha logrado algo, si valió la pena. La historia tendrá la última palabra. Yo creo que sí, que esta rebelión espontánea será la primera de muchas. El sueño de alcanzar la libertad plena ha calado en una parte importante de un pueblo que llevaba demasiado tiempo en un letargo vergonzoso. Creo que ha servido para demostrar que sí hay voluntad de cambio y toma de conciencia política. Creo que se ha mostrado al mundo la cara horrible de la bestia, su verdadera condición inhumana. Ha servido para reconocer el gigantesco abismo generacional que nos divide y para confirmar lo que ya algunos sabíamos —y hoy saben muchos más—, que esta lucha se decide en Cuba, con el pueblo cubano en las calles, reclamando libertad, construyendo el cambio con sus manos, pacíficos, pero de manera decidida. Se trata de una especie de comienzo del fin.

[1] Se omite el nombre del lugar por razones de seguridad para el autor.

Fidel Gómez Güell. Cienfuegos, Cuba, 1986. Licenciado en Estudios Socioculturales, antropólogo cultural y escritor.