Si el Parlamento es una caja vacía donde caen sin efecto los intentos de abrirla, ¿hay alguna posibilidad de convertirla en la ganzúa que la desquicie?
Por Loris Zanatta
La Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba, ANPP, el Parlamento cubano, “no es un órgano democrático”, escribe Raudiel F. Peña Barrios en las conclusiones de este ensayo. No es pluralista, no es representativa, ni siquiera cumple las funciones que en teoría debería cumplir. Es un instrumento del partido único, del Partido Comunista de Cuba, y punto. ¿Qué podemos decir? Lo sabíamos, los que no lo sabían lo sospechaban. Pero nadie lo había explicado tan bien, con tanto detalle, tanta minuciosidad, de forma tan terminante. Nadie, que yo sepa, había desmenuzado tanto la arquitectura institucional del régimen cubano, velo a velo, capa a capa, hasta sacar a la luz su corazón totalitario. La Constitución de 2019, con sus pretendidas “aperturas”, no ha cambiado nada. Fue un maquillaje a un texto mal envejecido, un camuflaje de viejas trampas ya conocidas por todos, pero no tocó la sustancia.
Cómo cambiar, mientras el “sistema socialista”, es decir, el régimen de partido único,
este monumento contra la democracia, siga siendo “irreversible”? Pues el Rey está desnudo, demuestra Peña Barrios, el parlamento cubano es de cartón piedra, lo que el régimen llama
democracia es la autocracia de siempre, buena para seducir a los devotos pero inútil
para engañar a los demócratas.
Serio y meticuloso, este ensayo es aún más necesario. Porque para el ojo ingenuo, el Parlamento cubano tiene buen aspecto. ¡Qué grande es! Entre los más grandes del planeta, en relación con la población. Si es tan grande, ¡también debe ser muy representativo! ¿Acaso no lo elige “el pueblo”? ¿Dónde está el problema? ¡Y cuántas funciones tiene! Legislativas e incluso constitucionales. Más que cualquier otro régimen parlamentario, que los sistemas “burgueses”. ¿Westminster? Ni compararlo. Así se presenta al mundo: la diplomacia parlamentaria cubana no conoce límites geográficos ni ideológicos, es una máquina de propaganda en perpetuo movimiento, impermeable a los recortes presupuestarios y a la escasez de divisas.
Pero mirado más de cerca, con la lupa con que lo vivisecciona Peña Barrios, detrás del maquillaje asoman las arrugas, detrás de las palabras nobles las sórdidas realidades. No es cierto que un parlamento grande sea más representativo, ni más democrático. Al contrario, el caso cubano enseña que cuanto más grande es un órgano legislativo, más cederá sus facultades a otros órganos más pequeños. Ya ocurrió después de la revolución bolchevique. Así, es el Consejo de Estado, el inmortal apéndice estatal del partido, el que hace la gran parte de las leyes, a las que la ANPP se limita a dar cobertura legal; en definitiva, se trata de la habitual “correa de transmisión” típica de todo sistema leninista. Nada nuevo bajo el sol. ¿Cómo podría ser de otro modo cuando el Parlamento se reúne sólo unas pocas veces al año durante unos pocos días? ¿Si sus actos no son públicos, si para sus votantes es la única sopa que hay?
¿Quiénes son los diputados? ¿Quién es el “pueblo soberano” del parlamento cubano? Para un régimen que se jacta de haber vencido “dos mil años de individualismo”, no es de extrañar que no sean ciudadanos independientes, ni mucho menos asociados en organizaciones políticas voluntarias, prohibidas por la ley. De hecho, son seleccionados en gran medida por las “organizaciones de masas”. Cuando no son, como son en la mayoría de los casos, dirigentes del partido y de sus órganos de gobierno. “Organización de masas” es el término burocrático con el que en Cuba se denomina a las antiguas corporaciones. Formado en el corporativismo jesuita y en el odio al constitucionalismo liberal, Fidel Castro tenía al respecto ideas claras: “no se puede vivir por la libre”, decía, “todos debemos ser algo de algo”. La libertad individual no era su pasión. De ahí que toda la población esté enmarcada en cuerpos: cada uno en su lugar, cada uno su función. Y de ahí los cuerpos sociales respondiendo a una cabeza. ¿Cuál? El partido, obvio: un jefe, un partido, un pueblo.
Podría seguir, pero no quiero desvelar todos los secretos de la selva totalitaria que Peña Barrios desvela, artículo tras artículo, código tras código, párrafo tras párrafo. Me limito a una consideración final, a plantear un dilema que el autor no aborda, pues no es objeto de su análisis, pero que el lector no puede evitar: si ésta es, y lo es, la coraza institucional del régimen cubano, si el Parlamento es una caja vacía donde caen sin efecto los intentos de abrirla, ¿hay alguna posibilidad de convertirla en la ganzúa que la desquicie? ¿Con la esperanza, por qué no, de desencadenar una transición democrática que, como las transiciones más virtuosas, explote en su provecho los pliegues jurídicos del antiguo régímen? La caída de la participación electoral permite albergar alguna ilusión, deja entrever la dificultad del régimen para mantener el control conservado hasta ahora. Sin embargo, la respuesta más fundada, hoy en día, es no, el destino del proyecto Varela lo demuestra.
“El nuevo texto constitucional”, escribe Peña Neto, “mantiene la unidad de poder como principio rector de la organización y funcionamiento de los órganos estatales”. En Cuba, en definitiva, nunca ha entrado “la famosa división de poderes del famoso Montesquieu”. Así lo había prometido Fidel, una de las raras promesas, o amenazas, cumplidas. Hacer constitucionalmente irreversible el sistema socialista, cerrar las ventanas de la isla al cambio de los tiempos y al devenir de la historia, responde a este fin: impedir una transición desde dentro del sistema, ocluir salidas pacíficas, obligar a todos a doblegarse o levantarse. Un crimen más del régimen, uno de los más cínicos, porque hipoteca el futuro, que no le pertenece.