Las Maras, aquellas organizaciones surgidas durante la década de los 80 en la ciudad de Los Ángeles con el fin de proteger a inmigrantes que provenían de El Salvador huyendo de la guerra civil que se desarrollaba en su país en aquel entonces, con el tiempo se han convertido en una grave amenaza tanto para la sociedad civil, como para las instituciones del Estado salvadoreño. El aumento constante de sus integrantes, su actividad delictiva y violenta y el culto que las rodea, han convertido a las maras en algo más que pandillas, hoy son entendidas como organizaciones criminales de alcance internacional.
Vinculadas a delitos internacionales como el narcotráfico, la trata de personas y asesinatos en masa, la infame Mara Salvatrucha ya no hace de su territorio sólo al país salvadoreño, sino que su actividad se ha extendido a países de todo Centroamérica, México, Estados Unidos e incluso algunos estados europeos.
Durante más de 3 décadas los distintos gobiernos que han ocupado el poder en el país salvadoreño han intentado, con mayor o menor éxito, combatir la actividad de este tipo de pandillas. En el año 2003 el presidente Francisco Flores (ARENA) implementó el plan “Mano Dura” para atacar directamente a los cabecillas de la organización y tratar de reducir el número de asesinatos que se ejecutaban casi a diario en la calle. Como resultado de esta política –que se extendió hasta el año 2009- una gran cantidad de líderes fueron capturados y detenidos. No obstante, la aglomeración de los mismos en los centros penitenciarios provocó que tomaran contacto entre ellos nuevamente y volvieran a reorganizar a sus miembros desde las cárceles. Aquel antecedente dejó expuesto los métodos de mano dura como ineficientes y a las maras como organizaciones cada vez más estructuradas y complejas.
A partir del año 2011, con Mauricio Funes al frente de la presidencia, se intentó combatir a la actividad de las maras desde un enfoque más abierto a la negociación. Así es como se logró un acuerdo entre la Ms13 y Barrio 18 para reducir las muertes y los ataques en espacios públicos. A cambio, el gobierno se comprometió a facilitar el contacto entre los cabecillas y los pandilleros y a reubicar a los primeros en cárceles de menor seguridad. Aquella negociación fue conocida como “La Tregua” y fue ampliamente rechazada por la opinión pública que acusó al presidente de carecer de carácter para llevar a cabo una acción más terminante.
Con el correr del tiempo, las maras obtuvieron la definición legal de “organizaciones terroristas” de acuerdo con la Corte Suprema salvadoreña. Éste hecho coincidió con la reinstalación de una política de mano dura de parte del jefe de estado del Salvador, Sánchez Cerén (2014-2019), por lo que era previsible una nueva oleada de asesinatos cruentos como reacción contra el gobierno, que cerró toda posibilidad de una nueva tregua.
Ésta serie de actos violentos fueron conmocionando y advirtiendo al mundo sobre la dimensión de la problemática de las maras. No fue sorpresa, entonces, que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, se haya comprometido públicamente a combatir a las mismas, ya que, son consideradas “células altamente peligrosas y destructivas”. Y no han faltado ocasiones en las que incluso se ha vinculado a las maras con el terrorismo internacional y específicamente con la organización Al Qaeda, aunque de momento no se ha podido constatar éste nexo.
Actualmente, pareciera que los gobiernos y sus fuerzas policiales y militares están lejos de lograr contener este fenómeno que se alimenta y reproduce a diario, pero ¿cómo es posible llegar a esta instancia?
Desde una perspectiva que sobrepasa lo delictivo resulta importante tratar de analizar a estas pandillas desde una dimensión social y cultural. Muchos de sus integrantes jóvenes terminan siendo parte de las mismas ante la falta de senos familiares, senos familiares poco seguros o ante situaciones de pobreza extrema. Estos grupos les proporcionan no sólo sentido de pertenencia y cierta contención, sino también la posibilidad de generar más dinero y de forma más rápida que en un empleo convencional. Las maras, vistas como un grupo uniforme de personas, poseen códigos, palabras, expresiones y comportamientos que les son propios y se trasmiten hacia los miembros más jóvenes a modo de crear en ellos una identidad conforme a los parámetros de la mara. No es de sorpresa que cientos de jóvenes aspiren a diario a ser parte de la mara, probar su valía y vivir el ritual de aceptación.
Algunas de estas cuestiones son causas directas de que el estado salvadoreño esté cada vez más lejos de controlar la actividad pandilleril y lograr zafar de las estadísticas que lo posicionan como uno de los países con las tasas de homicidios más altas. Sin embargo, ya no sólo se trata de salvaguardar y proteger la seguridad pública, esta guerra contra las maras supone una amenaza para la democracia y la libertad individual de los ciudadanos.
[author] [author_image timthumb=’on’][/author_image] [author_info]Agustina Sosa
Periodista y estudiante de Relaciones Internacionales (UCSE) Miembro de Federalismo y Libertad.[/author_info] [/author]