A lo largo de la historia, la humanidad ha sufrido decenas de epidemias y pandemias que han aquejado nuestra existencia. Muchas de ellas con millones de muertes y ciudades enteras devastadas: la viruela, que dejó un saldo de 300 millones de vidas humanas; el sarampión, que superó las 200 millones y aún hoy continua; o la peste bubónica que mató a más de 12 millones. Algunas con las que estamos más familiarizados como la gripe A, que no dejaron estos saldos, pero sin embargo fueron igualmente impactantes en nuestra era. A pesar de la tragedia que significó para la humanidad la pérdida de tantos seres humanos, ninguna de estas generó los desastres económicos y materiales que el nuevo coronavirus COVID-19 está dejando. Pero es en el plano ideológico donde aún desconocemos cuales, y de qué magnitud pueden llegar a ser las consecuencias, donde los populismos buscarán utilizar la crisis como una oportunidad para fortalecerse. Este proceso buscarán hacerlo en cuatro planos.
El primero es del liderazgo mesiánico. Mientras que los partidos democráticos confían en sistemas institucionales sólidos, los populismos delegan la toma de decisiones y comunicación de estas en una sola persona iluminada. En tiempos de paz y relativa estabilidad, la mayoría de la población es crítica de este tipo de liderazgos. Sin embargo, en tiempos de crisis los liderazgos mesiánicos emergen como salvadores necesarios, en un contexto de poca claridad y temor por parte de la población. En momentos de incertidumbre, nos tranquiliza que nos digan qué hacer, como un pastor guiando las ovejas en medio del temporal, sin detenernos a pensar si lo planteado es o no lo correcto.
El segundo es un enemigo común. Una de las herramientas más utilizadas por el populismo es la de crear un enemigo en el imaginario colectivo: los inmigrantes, tal o cual nacionalidad, una determinada clase social o una religión. La estrategia consiste en generar un discurso de odio hacia una minoría determinada. Los extremismos son también parte de ese discurso que tiende a simplificar un lugar en el que reside el bien y uno en el que reside el mal, o dicho de otra forma quienes son buenos y malos. El coronavirus es un enemigo real por vencer, sin embargo, los populismos van a tender a utilizarlo con una cierta épica histórica, escenas sobreactuadas y posiblemente como una nueva excusa de ataque a la inmigración, clase social o personas procedentes de un país determinado. Lo que le interesa es plantear un escenario bélico.
El tercero son las falsas soluciones simples a problemas en verdad complejos. Tal como plantea el sociólogo Robert Nisbet en su elaboración de las ideas-elementos, vivimos en un mundo cada vez más colectivo y preciso al mismo tiempo. Colectivo porque el proceso de globalización vuelve comunes en todo el mundo costumbres de un lado u otro, pero al mismo tiempo preciso porque la especificidad de los problemas, gustos, creencias y necesidades se ha vuelto más única en cada ser humano. Ejemplo cotidiano de esto es nuestra alimentación: mientras que hoy en cualquier punto de occidente podemos comer comida india o árabe, han florecido por doquier restaurantes veganos, vegetarianos, con oferta para celíacos o intolerantes a la lactosa. Colectivos y precisos al mismo tiempo. Sin embargo, a estas realidades complejas, los populismos plantean a menudo soluciones mágicas de extraordinaria simpleza.
Finalmente, los populismos arremeterán contra sus más grandes enemigos: los científicos. Las mujeres y hombres que demuestran empíricamente que algo está ocurriendo y que ocurre de tal y cual manera. El calentamiento global, las contaminaciones de ríos, las ventajas de las vacunas y los nuevos desarrollos son algunas de las cosas que a menudo los populismos ponen en discusión. En tiempos de pandemias ponen en duda los informes de especialistas que si bien no son verdades reveladas, son estudios llevados adelante científicamente y no a palpitar del líder mesiánico.
En definitiva, el populismo explicará que la crisis es culpa de todo lo que la globalización representa y atacará el corazón mismo de la comunidad global, que es la idea de un intercambio pacífico y enriquecedor, que se retroalimenta y progresa en la diversidad. ¿Pero es esta una crisis de la globalización o es más bien una crisis global y qué la diferencia de otras crisis?
Según la Organización de Aviación Civil Internacional, en el año 2019 se transportaron en avión el doble de pasajeros que en el año 2009, hace apenas solo 10 años. A su vez, nunca en la historia fue más barato y accesible viajar como hoy en día. Los tiempos de vuelo y de conexión también se han acortado: en apenas 16 horas se puede conectar Buenos Aires con Estambul o en 11 horas San Francisco con Tokio. Según el Banco Mundial hace 20 años atrás apenas circulaban los teléfonos móviles entre las élites, mientras que hoy hay más cantidad de líneas de telefonía móvil que seres humanos en el mundo. Por otra parte, hace sólo 20 años apenas el 5% de la población tenía conectividad a internet, mientras que hoy 1 de cada 2 personas tiene acceso. En resumen, el mundo cambió y ahora está infinitamente más interconectado, virtual y también físicamente. La capacidad de traslado, interacción y comunicación nunca fue ni tan rápida ni tan cercana. Esto que para todos nosotros se convirtió en moneda corriente, era absolutamente impensado unas décadas atrás, lo que nos debe llevar a preguntarnos hasta qué punto podremos llegar en la década venidera, en un tiempo en el que además el crecimiento se ha vuelto exponencial.
Lo que no ha cambiado a igual ritmo son las colosales estructuras estatales, que conservan los mismos mecanismos de los tiempos pasados. Cierres fronterizos y cuarentenas son sin dudas las medidas que los gobiernos de los países les son posibles tomar en un contexto crítico, pero son evidentemente anacrónicas y sin demasiada certeza de su efectividad ¿Cuánto tiempo se puede vivir así? ¿Tiene la economía mundial la capacidad de resistir? ¿Cuándo ocurrirá una nueva pandemia? ¿Cuán útiles resultan las medidas si en cada país son tomadas en tiempos y magnitudes distintas? Esto pone de manifiesto la incapacidad que tienen las estructuras de Estados montados en el siglo XIX, para lidiar con problemas del siglo XXI, o en otras palabras las limitaciones del Estado-Nación.
Debemos entonces reflexionar sobre la necesidad de órganos de decisión regionales y mundiales, ágiles y de acción directa. La mayoría de las instancias internacionales hoy existentes carecen de capacidad de respuesta rápida para la gestión de crisis supranacionales. Las pandemias no serán nuestro único problema: tal como se pregunta Noah Harari en sus 21 lecciones para el Siglo XXI “¿Cómo podremos protegernos de los desastres medioambientales o las tecnologías disruptivas?” Hacen falta nuevas herramientas que superen las limitaciones aún planteadas, para afrontar los problemas del nuevo mundo en el que vivimos. El coronavirus no es un problema de la globalización, sino un problema global. Sin dudas la solución no es sencilla, pero tiene un comienzo: a problemas globales, debemos plantear respuestas globales, y no olvidar que a pesar del impacto tanto humano como material, nunca antes en la historia de la humanidad estuvimos tan preparados para afrontar los desafíos que tenemos por delante. De la crisis se sale cooperando más, no menos.
[author] [author_image timthumb=’on’][/author_image] [author_info]Damián Arabia
Representante argentino de la Red Humanista por Latinoamérica y miembro del Centro de Estudios para la Integración Democrática[/author_info] [/author]