Los usos y abusos de las medidas de excepción devenidas reglas de una nueva normalidad amenazan la institucionalidad y el estado de derecho. El gobierno persigue objetivos de una agenda dominada por intereses propios y personalistas que hacen mella al bien común.
La pandemia ha trastocado la forma de vivir. El mundo sufrió un sacudón sanitario, financiero, económico, social y político. Ya nada volverá a ser como era antes, la nueva normalidad comienza a nacer. En este camino, los Estados-nación han recuperado toda su fortaleza y son el centro de decisiones para responder a la crisis. Más allá del virus, lo que preocupa es que estas respuestas se basaron en estados de excepción muy alejados de las formas democráticas. Nuestra región se ha convertido, lentamente, en el escenario principal donde el virus aparece “robustecido” por las características previas que evidencian el subdesarrollo estructural. En Argentina particularmente, la discrecionalidad del gobierno de un solo poder se hizo dueña de “la nueva normalidad”.
La pandemia del COVID-19 exige respuestas rápidas y eficaces en un contexto de alta incertidumbre. Es normal, y hasta podría ser deseado en función de salvaguardar la vida de los ciudadanos, que el poder ejecutivo concentre poderes. Esto pasó en todo el mundo. El problema radica en que cuando la excepción se presenta como regla comienza a ser un paradigma constitutivo de la forma de gobernar. Giorgio Agamben, filósofo italiano, ya nos advertía en el siglo pasado que, si bien un uso temporario y controlado de los plenos poderes es teóricamente compatible con las constituciones democráticas, «un ejercicio sistemático y regular de la institución conduce necesariamente a la liquidación de la democracia». Todas estas instituciones corren el riesgo de ser transformadas en sistemas totalitarios, si se presentan condiciones favorables.
Nos encontramos en un continente donde las democracias son muy jóvenes e incluso en algunos países, como Venezuela, aún no han podido nacer realmente. Una democracia fuerte exige un pueblo que denuncie y controle, al final el poder le pertenece a él. Lo que me propongo plantear no es la denuncia de la formación de regímenes totalitarios, si no alertar que estas soluciones políticas de excepción no pueden plantearse como únicas, y mucho menos pueden ser soluciones que conspiren contra la libertad y la autonomía de las personas.
En Argentina, el presidente Alberto Fernández, electo con el 48,24% de los votos, comenzó a andar el camino de la pandemia de manera muy acertada. Era necesario preparar el sistema sanitario, aprovisionarse de tests para detectar la enfermedad y diseñar estrategias para convivir con un virus hasta que aparezca una vacuna. Sus decisiones buscaron el consenso del arco político que no tardó en llegar, también se intentó eliminar la discrecionalidad de la toma de decisiones conformando un comité de epidemiólogos expertos. Por su parte, la ciudadanía con temor al virus acató el mandato de la cuarentena y se recluyó en sus casas para evitar el contagio.
Argentina, en su totalidad, transitó “encuarentenada” aproximadamente 60 días. No solo estoy hablando de la gente, también las instituciones se pusieron en cuarentena: el Congreso no se reunía y los tribunales de justicia, con la Corte Suprema a la cabeza, estaban de feria. Aquí ya identificamos una concentración de poder preocupante, que debemos leerla bajo el lente de una sociedad políticamente agrietada.
Alberto Fernández tuvo otro acierto interesante que fue descentralizar la toma de decisiones, dando la posibilidad a los gobernadores de decidir sobre sus territorios. Debemos comentar que la pandemia en Argentina se desarrolla con una centralidad indiscutida en el Área Metropolitana de Buenos Aires, donde se concentra más del 90% de los casos. De esta forma algunas provincias con bajos contagios pudieron avanzar con la flexibilización de la cuarentena.
El pueblo encerrado, imposibilitado de salir a trabajar, comenzó a ver cómo día a día se deterioraba su economía. Aquí iniciaron las primeras presiones ante la cuarentena que, desde que empezó la pandemia en Argentina, siempre fue presentada como “el único remedio”. Es necesario mencionar que Argentina ingresó a la pandemia con una preocupante cifra de 35% de la población bajo la línea de pobreza y una inflación que rondaba el 50%. Claramente, la situación heredada no era nada positiva y la cuarentena agravaba todos los indicadores.
La temprana entrada a la cuarentena que adoptó el presidente Fernández se vio reflejada en los números de su imagen positiva que ascendieron notablemente a cifras cercanas al 70%. Además, Argentina gozaba de bajos contagios, y, por lo tanto, de un bajo número de fallecimientos. La estrategia parecía ser un éxito, en términos de resultados, y le daba al gobierno el tiempo suficiente para aprovisionarse, sanitariamente hablando. Sin embargo, lo que parecía ser una entrada simple y exitosa presagiaba una salida imposible y dolorosa (cualquier similitud con la Ley de Convertibilidad en la década de los ‘90 en este país es pura coincidencia).
La oposición comenzó a distanciarse del presidente Alberto Fernández señalando la necesidad de abrir el congreso, y luego denunciando un “enamoramiento” en la decisión de la cuarentena. Me pregunto a esta altura: al igual que hizo el presidente cuando respondió que no se enamoraría jamás de esta situación, ¿qué motivos tendría Alberto para enamorarse de una solución que encierra a la gente en sus casas? Me animo a responder que una situación de plenos poderes sin posibilidad de manifestaciones multitudinarias puede ser seductora para un espacio político que poco se relaciona con el diálogo, más allá de si el presidente es o no moderado en su accionar.
Finalmente, luego de constantes presiones, el congreso abrió sus “puertas” de manera virtual consagrando un hecho inédito. Luego de tan solo 4 meses (mayo-agosto) ambas cámaras, senadores y diputados, ya han sesionado y sancionado más leyes que en todo 2019, año electoral, por cierto. Como se ve, algunas prácticas en Argentina distan mucho del ideal republicano. A pesar de este dato, el Congreso que tenía una oportunidad única de ganar legitimidad, ante la necesidad de diálogo y juicios diversos, parece no estar aprovechando al máximo. El pueblo ha asistido a discusiones estériles entre la vicepresidente Cristina Fernández y otros senadores por el uso de la palabra. Por otro lado, hemos visto sanciones de leyes muy polémicas como la reciente referida al teletrabajo que intenta estructurar y limitar una práctica muy necesaria en pandemia. Sin dudas, la pérdida de legitimidad de los otros poderes fortalece la discrecionalidad del ejecutivo.
El poder judicial, por su lado, continuó en feria judicial hasta finales de julio. Un país sin justicia no puede ser libre. En medio de esta larga feria auto declarada tuvo lugar un fenómeno de liberación de presos con la excusa del coronavirus. La gente encerrada manifestó su disgusto ante la medida saliendo a sus balcones y por medio de redes sociales. En primer lugar, se señaló que existía un plan de liberación generalizada, el poder ejecutivo nacional desmintió esta posibilidad por medio la ministra de justicia. La gente poco creyó esta respuesta. En ese momento la inseguridad creciente ya asomaba en el horizonte de un país encerrado.
Como mencionaba al principio haciéndome eco de las palabras de Agamben, un uso temporario de los plenos poderes es compatible con la democracia. Pero, además, ante situaciones de extrema necesidad y crisis es requerido para encauzar una solución que conserve la vida del Estado y de los ciudadanos. Lo que sucedió en Argentina corresponde a ratificar esta afirmación, Alberto Fernández utilizó los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) para normalizar y dictaminar sobre materia exclusiva de la pandemia al comienzo. Esto es un acierto y un requerimiento tácito por parte de la sociedad en su conjunto. Sin embargo, los problemas de la concentración de poder llegaron cuando se utilizó un DNU, en plena pandemia, para intervenir una empresa que se encontraba en concurso de acreedores por quiebra.
Vicentin es una empresa productora de cereales y oleaginosas que mantiene una gran deuda con el fisco. Alberto Fernández decidió mediante un DNU su intervención, dada la naturaleza del proceso esta competencia es propia del Poder Judicial que al encontrarse de feria le dio vía libre a la discrecionalidad del presidente y su espacio político. Este DNU vino acompañado de un proyecto de expropiación que ingresó al congreso por el Senado, donde el oficialismo maneja una amplia mayoría. Las críticas a este accionar vinieron desde dos puntos distintos. Por un lado, la gente observó cómo la pandemia era una excusa para avanzar con un proyecto político que se asemejaba a los 12 años de kirchnerismo que vivió nuestro país y algunos otros gobiernos, de corte populista, que dominaron la región en lo que fue denominado el “giro a la izquierda”. Por otro lado, las críticas llegaron sosteniendo que en plena pandemia y crisis económica el poder ejecutivo decidió transformar una deuda privada en pública.
Las manifestaciones no pudieron ser contenidas por una cuarentena que ya en junio mostraba un cansancio indiscutible. Una parte de la sociedad decidió salir a manifestarse en contra del accionar del gobierno. Estaba claro que no solo se exigía marcha atrás con la decisión, sino que también el reclamo era por libertad y autonomía. Estas movilizaciones tuvieron lugar el 20 de junio en varios puntos del país. Cabe subrayar esto como un síntoma positivo que muestra una sociedad comprometida con el presente y el futuro del país, una sociedad consciente de sus derechos, y también de sus obligaciones. Alberto Fernández tomó nota de eso, y decidió derogar el DNU a finales de julio.
Esta marcha atrás tuvo una declaración sobre la que me gustaría detenerme. El presidente dijo: “Pensé que todos iban a salir a festejar y me acusaron de cosas horribles”. La frase oculta un sesgo demagógico y paternalista preocupante para la región y el país, un presidente debe actuar buscando el beneficio de todos, buscando incluso que en estos procesos participen diversas miradas sobre la cuestión: las decisiones deben fortalecer el Estado de derecho, no vulnerarlo. El presidente se arrogó una capacidad propia de un pueblo que es identificar lo que necesita y quiere, sin ni siquiera consultar con el arco político opositor. Esta situación marcó un antes y un después en el tránsito de Argentina por la pandemia del Covid-19.
Particularmente, que América Latina se haya transformado en el actual epicentro de la pandemia devela que el subdesarrollo parece ser un terreno prolífico para un virus que ya venció a sistemas sanitarios bien articulados en Europa y los Estados Unidos. Las condiciones de hacinamiento son determinantes en el aumento rápido de los contagios, lo que pone en riesgo a toda la población. El virus es el mismo, pero no nos pega a todos de la misma manera.
En este contexto, Alberto Fernández sostuvo un dilema entre salud-economía. En distintas oportunidades se pudo escuchar en palabras del presidente: “De la economía se vuelve, de la muerte no” o “Prefiero tener 10% más de pobres y no 100 mil muertos de coronavirus en Argentina”. Este falso dilema se enmarcó en la disputa por flexibilizar o no la cuarentena. Este discurso infundía más preocupación en la gente que veía obstaculizada la posibilidad de salir a trabajar, pero además se subestima el problema de la economía. Es necesario recalcar que la pobreza también trae muerte y además vulnera la igualdad de oportunidades que debería ser el norte de todas las democracias del mundo.
La pandemia no puede resolverse exclusivamente desde una mirada sanitaria, se necesita también de medidas económicas que atiendan a quienes se quedan sin recursos o ya carecen de ellos de antemano. Se necesitan, por lo visto, respuestas multinivel que establezcan planes eficientes para salir de los confinamientos sin poner en peligro a los ciudadanos. La mirada integral debe prevalecer por sobre cualquier particularidad de la crisis.
A este falso dilema planteado me gustaría agregar una tercera vertiente que nos haga reflexionar. En este sentido, la república enferma también le causa daño a la salud de la ciudadanía. Los principios de no-dominación y de división de poderes se erigen en una larga tradición filosófica-política que señala que el poder concentrado tiende a corromper, además conduce a que la persecución de fines adopte un carácter individual reflejo de los intereses propios del mandatario de turno. El bien común aparece entonces como una utopía irrealizable. Para evitar esto se plantea una ingeniera de pesos y contrapesos que limitan el ejercicio discrecional del poder por parte de cualquier individuo. Debe existir un control mutuo entre los poderes que esté acompañado con una vigilancia permanente por parte de una ciudadanía informada y comprometida. De esta forma el bien común será una realidad más tangible.
Es necesario describir que el ejercicio del poder debe estar puesto en función de mejorar y/o asistir a todos los habitantes, no puede ser utilizado para beneficiar a unos por sobre otros, mucho menos si los primeros son quienes monopolizan los recursos negándole el desarrollo a estos otros. El estado de excepción planteado para gestionar la pandemia del COVID-19 va en contra de lo expresado de división y control. El abuso del estado de excepción va en contra de esta última descripción que se ajusta a un paradigma de gobierno discrecional y arbitrario.
Argentina ya evidenciaba una debilidad institucional preocupante. Se podía corroborar también una ruptura en la relación Gobierno-sociedad. Malas gestiones, una corrupción desmedida y la negación de lo político generaron una deslegitimación hacia los poderes de la república en general, y hacia los políticos y jueces en particular. En este contexto, el estado de excepción adoptado por el presidente Fernández encontró el camino próspero para hacer abuso de la concentración de poder otorgada para gestionar únicamente la pandemia.
El estado de excepción como regla: la cuarentena como el vehículo que lo hace realidad y la pandemia el justificativo para llevarlo a cabo. No se trata entonces de si estos problemas los generó la pandemia o la cuarentena, se trata de reconocer que el deterioro democrático y republicano puede también afectar el bienestar. El problema es sanitario, económico y también político. Las soluciones entonces no pueden ser únicamente de alguno de estos ámbitos. De nuevo, la mirada debe ser integral si realmente queremos encontrar un camino que nos lleve a una “nueva normalidad” en la que todos nos beneficiemos.
La pandemia en Argentina está llegando, probablemente, a su pico. Está claro que la curva no se aplanó como querían los epidemiólogos. Aquí quiero detenerme en problematizar algo que hasta ahora no está en tela de juicio. Debemos recalcar, en primera medida, la importancia de que las decisiones tengan base científica y una razón propia que exceda el capricho de los mandatarios. Es necesario hacer énfasis también en que se debe evitar subestimar la pandemia que ha hecho estragos en todo el mundo. En este sentido vuelvo a destacar lo acertado que fue conformar un comité de expertos que asesore al propio presidente en la toma de decisión. Sin embargo, me veo obligado a cuestionar ¿No se ha transformado la gestión de la pandemia en la arbitrariedad exclusiva de los epidemiólogos que asesoran a Alberto Fernández? Aún sin respuesta certera, me animo a recalcar la importancia del disenso a la hora de tomar una decisión. La visión desde un solo punto de vista difícilmente nos haga comprender cómo solucionar un fenómeno.
En esta situación compleja donde se observan contagios y fallecimientos en ascenso preocupante, la cuarentena sigue siendo presentada como la única solución posible. Entrado el mes de agosto, la mayoría de los distritos que habían avanzado con una flexibilización de la cuarentena amenazan con volver atrás. Consolidado el estado de excepción como paradigma el gobierno se refugia en el miedo como método para gobernar, transformándolo en un agente disciplinador. Probablemente la acción más explícita de esto ha sido un spot publicitario del gobierno nacional que muestra cómo romper la cuarentena por un cumpleaños puede llevarte a la muerte.
El miedo le agrega un estrés particular a la situación vivida. La angustia y la desesperación se vuelven cotidianeidad, de esta forma el conjunto social se ve afectado irreversiblemente. Los estados de excepción encuentran en la difusión del miedo un método que los retroalimenta en la búsqueda de seguir limitando libertades y autonomía. Sin duda, una estrategia concientizadora y responsable sería mucho más efectiva. Cambiar el miedo por la esperanza podría ser la clave para formar una “nueva normalidad” sana.
En esta situación la sociedad argentina se ve arremetida por la necesidad de salir a trabajar para subsistir, por un lado, y, por otro, se enfrenta con el miedo infundido por las distintas autoridades nacionales o provinciales. El resultado de esta combinación difícilmente logre frenar los contagios y las muertes.
Además de estas complicaciones, la sociedad argentina observa cómo el nuevo objetivo del gobierno nacional es reformar la justicia. Me gustaría dejar en claro que la justicia en Argentina necesita ser reformada para ganar eficacia y transparencia a la hora de dar respuestas. Sin embargo, esta posible reforma nace envuelta en una enorme desconfianza social sobre lo que se está queriendo hacer. Lo que se observa es cómo nuevamente el estado de excepción es utilizado para poner en agenda cuestiones ajenas a la pandemia.
El resultado indica será similar al de la empresa Vicentin, ya que, un sector de la sociedad está armando marchas contra la posible reforma. Sin embargo, no es lo mismo una reforma judicial que una quiebra de empresa. Este tema tiene una importancia significativa para el sano funcionamiento de la república, la reforma debería estar caracterizada por un amplio diálogo de los sectores políticos en búsqueda de un consenso próspero que brinde seguridad a los ciudadanos. A priori se observa más como una búsqueda de impunidad del arco político que una discusión seria sobre los mecanismos de administración de justicia, lamentablemente.
Esta situación permite reflexionar sobre los males que encarna la cotidianeidad de los estados de excepción. Un tema tan importante y necesario como la reforma de un poder de la república se ve ensuciado por la agencia individual. En Argentina, si bien el presidente Alberto Fernández envió un proyecto sobre el tema para discutir en el congreso, también creó por un DNU un comité experto, de conformación no consensuada, para emitir posibles propuestas de reforma. No hay dudas de que el congreso aparece entonces como una escribanía más que como un espacio genuino de discusiones profundas. Este avasallamiento del ejecutivo sobre los otros poderes es lo que más preocupa en Argentina, y en la región.
Como si fuera poco, la sociedad argentina está siendo testigo de un aumento considerable de la inseguridad que atenta, también, contra la vida de los ciudadanos. Posiblemente esto esté ligado a la liberación de presos que aconteció recién llegada la pandemia al territorio argentino. En un país paralizado, la violencia parece crecer de manera alarmante.
Entre tantas complicaciones cabe rescatar un acierto del gobierno nacional en este contexto de excepción. Argentina ingresó a la pandemia con una deuda de 57.000 millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional y otra de 66.238 millones de dólares con tenedores privados, sin dudas las deficiencias heredadas condicionan muchísimo el accionar del presidente Alberto Fernández. De esta forma el gobierno se vio envuelto en una larga renegociación que nos dio un acuerdo durante el mes de agosto. Este acuerdo con los acreedores le permite a Argentina salir del default evitando la completa cesación de pagos, pudiendo comenzar a reconstruir la confianza mundial en nuestro país. Espero personalmente que este acuerdo sea el primer paso hacia construir una economía coherente con el crecimiento y el desarrollo nacional que se asocie a más a una política de estado que a medidas aisladas tomadas por gobiernos de turno, muchas veces contrapuestas. Es necesario además que los futuros procesos de endeudamiento que el país atraviese tengan discusión en el parlamento y no sean voluntad exclusiva del presidente y su equipo económico. Esto último refleja una república sana y próspera que dialoga y no hipoteca el futuro de sus habitantes de manera arbitraria y discrecional.
Durante el mes de agosto se dictó otro polémico DNU, esta vez la discrecionalidad indicaba prohibir las reuniones familiares en todo el territorio nacional. La medida fue irrisoria desde el punto de vista jurídico, además parece ser un “manotazo de ahogado” en un país que no puede frenar los contagios, pero tampoco detener la caída de su economía. Lo que esconde este DNU es otro de los objetivos implícitos de sostener un estado de excepción durante un largo periodo de tiempo, como inmiscuirse en la vida privada de las personas. Alberto Fernández, lejos de concientizar o difundir la responsabilidad social decidió usar el poder coercitivo, e incluso amenazar con la aplicación del código penal con penas de hasta 2 años, para controlar a la sociedad. La decisión no solo generó malestar, sino que también abrió paso a la reapertura de tensiones políticas que se evidenciaron en un ida y vuelta que tuvo el presidente con el gobernador de Corrientes en búsqueda de aplicar o no el DNU. Finalmente, la tensión se resolvió con el acatamiento del decreto por parte del gobernador, pero, ¿hasta cuándo durará la proclamada unidad nacional frente al COVID-19, si el ejecutivo sigue avasallando derechos para imponerse ante cualquier otra institución?
Otro punto a señalar es que este estado de excepción ha traído consigo un empoderamiento a las fuerzas de seguridad dándoles vía libre a ejecutar el miedo. Esto se ve reflejado en un aumento de los casos de violencia y muertos por abuso de quienes deben cuidarnos. Según la Secretaría de Derechos Humanos se informaron 531 denuncias recibidas por hechos represivos en la cuarentena, contra 71 recibidas entre el 10 de diciembre y el 20 de marzo. En este registro figuran 24 casos de hostigamiento; 34 lesiones; 25 muertos; 11 amenazas y 20 detenciones arbitrarias. Esto hiere de forma trágica a la democracia argentina que aunque esté consolidada sigue derramando sangre.
La violencia se normaliza en el estado de excepción argentino. Hay que mencionar también que según el Registro Nacional de Femicidios del Observatorio MuMaLá “Mujeres, Disidencias, Derechos” en el contexto de pandemia de covid-19, se produjeron 97 muertes violentas de mujeres y 57 intentos de femicidio. Esto trae consigo que 193 niños y adolescentes se quedaron sin madre. Porque el 56% de las víctimas tenían hijos. Sin una respuesta eficiente, el ejecutivo argentino está más preocupado por concentrar poder que por resolver conflictos. La situación es grave, y muchas veces se invisibiliza.
Volviendo al tema sanitario que es la excusa para montar este estado de excepción, Argentina es uno de los países que menos testea en América Latina. Este dato preocupa muchísimo. Los contagios siguen subiendo y también aumenta el número de muertes. Claramente la pandemia no está controlada con la concentración de poderes en el ejecutivo. Todo el camino recorrido en esta nota refleja explícitamente la realidad de desplegar estados de excepción. Al principio, funcionan. Después, decaen inevitablemente. Es hora de abrir paso al diálogo concertado real si es que se quiere gestionar con eficiencia la crisis del coronavirus.
Estamos ante la oportunidad única de moldear cómo queremos que sea la “nueva normalidad”. Esta pandemia ha evidenciado un individualismo preocupante. El mandato es cuidarse a sí mismo sin atender al otro. Difícilmente la solución se encuentre pronto por este camino. Mientras algunos pueden disfrutar de las comodidades de su hogar, otros sufren el salir a la calle para volver con las manos vacías. El Estado no focaliza eficientemente la ayuda, las respuestas llegan tarde y el sufrimiento se agranda. La curva que parecía aplanarse, comienza a escalar estrepitosamente entre quienes no tienen recursos. Otra vez son ellos quienes quedan más al desnudo ante una nueva problemática. Es el mejor momento para construir una sociedad solidaria con el de al lado.
Las prioridades de los países deben verse trastocadas totalmente de ahora en más. Los fondos anti cíclicos, los gastos eficientes en salud, ciencia y educación deben comenzar a ser una realidad y no solo una promesa de campaña. En Argentina, actualmente, hay fecha para la vuelta del fútbol, pero no existe un plan para volver a las aulas. Esto no preocupa al presente, condiciona el futuro.
Las instituciones agonizan, el estado de excepción sigue avanzando. Las preguntas son ¿hasta dónde? ¿hasta cuándo? Existe una chispa de esperanza en aquella gente que sale de la comodidad para ocupar el espacio público y hacerse responsable de sus derechos y obligaciones. Sin embargo, no alcanza. El trabajo debe ser concertado entre los poderes de la república, los medios de comunicación y la sociedad entera. El miedo se debe cambiar por la esperanza y la responsabilidad. La discrecionalidad por el consenso. El disenso debe ganar terreno dentro de los límites del Estado de derecho. Solo así tendremos un país realmente de pie.
[author] [author_image timthumb=’on’][/author_image] [author_info]Salvador Colubriale
Estudiante Avanzado de la Licenciatura en Ciencia Política por la Universidad Catolica de Cordoba. Diplomado en la Escuela de Gobierno por el Instituto Nacional de Capacitación Política (INCaP). Miembro del Foro de los Objetivos del Desarrollo Sostenible de Córdoba. Evaluador del Premio Nacional a la Calidad Municipal 2019 – 2da Edición.[/author_info] [/author]