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La democracia que queremos: una visión desde México

Los desafíos que deben superar las democracias en América latina definen su estado actual tanto como delimitan el horizonte de sus posibilidades. El primer desafío en la consolidación y ampliación democráticas es el de la mejora de su calidad, que involucra una concepción del poder ejercido por la ciudadanía que hace centro en el control de sus funcionarios, procesos e instituciones. Sin dejar de atender a la diversidad de las culturas que integran los países de la región la democracia debe asegurar su convivencia civilizada.

 

Introducción

La democracia llena todos los días los noticieros, diarios y pláticas de café. Hablan de ella los académicos, los políticos y los periodistas. También en la tienda de la esquina y el colegio. Sin embargo, ¿entendemos de qué estamos hablando? ¿Comprendemos, en nuestras naciones, la importancia de defender esa joven y frágil conquista de la humanidad llamada democracia? ¿compartimos las mismas coordenadas teóricas y partimos de la misma experiencia práctica cuando hablamos de democracia? Este texto, escrito de cara al proceso electoral de 2021, busca combinar conocimiento académico con un lenguaje asequible para procesos de formación y comunicación cívicas.

De acuerdo con su significado original, democracia proviene de las palabras griegas demos (pueblo) y cratos (poder). Las primeras referencias a la democracia aparecieron hace 2000 años en la antigua Grecia. No obstante, fue hasta hace poco más de doscientos años que se volvió a hablar de un gobierno del pueblo. De hecho, ni siquiera lo llamaron democracia. México, desde la Independencia, ha tenido gobiernos mayormente civiles, con constituciones y elecciones, con mandatarios y legisladores electos. Ha sido más democrático que otros países de la región. Pero no siempre se ha respetado cabalmente esa democracia.

Explicado de forma sencilla, la democracia es un modo de organizar el poder político en el que el pueblo no es sólo el objeto del gobierno sino también el sujeto que gobierna. Es el gobierno de muchos (nunca de todos, porque siempre hay personas excluidas por nacionalidad, estado mental o situación penal), el gobierno de las mayorías. Se distingue y se opone así clásicamente al gobierno de uno (tiranía) y al gobierno de pocos (oligarquía). La democracia ofrece, ante todo, la posibilidad de una convivencia civilizada entre personas y grupos con ideas y valores diferentes. Permite elegir a quienes nos gobiernan y cambiarlos cada cierto tiempo sin violencia. Hace posible que construyamos unas instituciones capaces de responder a las demandas e intereses de la sociedad.

La democracia se funda en el principio de la soberanía popular: la idea de que el único soberano legítimo es el pueblo. Ese pueblo está compuesto por mayorías y minorías que nunca son permanentes. Solo los populistas y demagogos dicen representar a UN pueblo único, con una sola voz y color. Esta visión parte de una idea de pueblo como una entidad social homogénea, pero no, el pueblo siempre es diverso. Es precisamente la pluralidad que lo caracteriza, la que termina defendiendo la validez de la democracia como forma de gobierno. Una forma de gobierno que se opone a una tiranía, fundada en el poder de la fuerza que rechaza la oligarquía, basada en el predominio del dinero y el linaje. Una forma de gobierno que hay que decirlo, a veces, cae seducida por la demagogia de sus líderes, convirtiéndose en una suerte de falsa democracia apoyada en la manipulación y la mentira.

Si la entendemos bien, en toda su complejidad, vemos que la democracia no es una sola cosa. Es un régimen político, pues reúne un conjunto de instituciones y normas para hacer efectiva la soberanía popular. También es un proceso histórico y social -la democratización– que hacen cada día más vigentes esos derechos para más personas. Por último, pero no por ello menos importante, la democracia es -o debe ser- un modo de vida: una suerte de filosofía y convicción personal, que reúne valores e ideas sobre lo valioso de gobernarnos sin violencia y poder convivir juntos.

Las democracias modernas son muy diferentes a las antiguas. En Grecia, era posible reunir en una plaza a todos los ciudadanos -siempre hombres- de una ciudad estado. Como vivimos en países grandes y sociedades muy diversas, el principio de la soberanía popular no puede expresarse como si estuviéramos participando en una asamblea barrial. Hoy necesitamos procedimientos y organizaciones para que millones de ciudadanos y ciudadanas puedan ejercer su soberanía popular. En las urnas y en las marchas, en los congresos y en los barrios, en los partidos y en las organizaciones sociales. Esa forma de democracia moderna, que ha sido llamada poliarquía, debe cumplir con las siguientes características:

  • La libertad de pensamiento y expresión
  • El derecho a votar y ser votados
  • El derecho a competir por el apoyo electoral
  • La libertad de acceder a diversas fuentes de información
  • El derecho a participar en elecciones periódicas libres, justas y competidas
  • La existencia de instituciones gubernamentales que dependen de las preferencias de la gente, electas a través del voto y abiertas a la participación, vigilancia y control de la ciudadanía.

La soberanía popular tiene que materializarse a través de ciertos valores, mecanismos y principios que conforman la democracia moderna. Sus valores básicos pueden resumirse en las ideas icónicas de la Revolución Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. La primera se manifiesta en plural, a través de una serie de libertades: de pensamiento, de expresión, de asociación, de reunión, de tránsito, de empleo, de religión, etc. La igualdad implica que todo ciudadano goza de iguales derechos y obligaciones. La fraternidad rechaza que las contradicciones entre grupos y personas sean absolutas e irreconciliables: cree que estas pueden y deben procesarse pacíficamente, a través de procedimientos, leyes e instituciones capaces de encontrar soluciones aceptables para todos.

Si en nuestro quehacer como ciudadanos no defendemos la libertad, no promovemos la igualdad y no practicamos la fraternidad, no estamos construyendo democracia. Pero para lograrla necesitamos tener mecanismos y procesos democratizadores, elecciones competidas, justas y libres; un congreso representativo de la nación; partidos políticos robustos y expresivos de la pluralidad política; buenas organizaciones para la participación civil y comunitaria. A estos tópicos, dedicamos las siguientes páginas.

 

Las elecciones: mecanismo para la renovación democrática

Las crisis mundiales de la democracia representativa – único modelo de democracia vigente hasta la fecha- ponen en tela de juicio sus principios y mecanismos de funcionamiento. Entre estos últimos destacan las elecciones. Algunos las consideran formas caras e ineficaces para conseguir un buen gobierno. Ese juicio es un tema constante en el discurso de populistas y demagogos, aún de aquellos que llegaron al poder por la vía electoral. Pero en la historia humana no hemos tenido mejores vías que las elecciones para darnos, en paz y civilidad, autoridades que dirijan los destinos de la nación.

A los políticos, la elección los pone a competir -en su condición de candidatos a gobernantes- en la búsqueda del voto popular. Si resultan electos, los incentiva a cumplir con el mandato de su electorado, para conservar su apoyo político y evitar sanciones. Al mismo tiempo, sus oponentes los vigilarán buscando incumplimientos o errores en su gestión, buscando tener una ventaja usable en una futura elección. A los ciudadanos, los comicios le ofrecen el mejor modo de sustituir, pacíficamente, a cualquier partido o candidato que haya gobernado de forma abusiva o ineficaz. La celebración periódica de comicios opera como un freno a la mala política y un premio a la buena gestión. En ausencia de votos, solo cuentan las balas para cambiar, violentamente, a quienes detentan el poder.

Las elecciones constituyen una fuente de legitimación de las autoridades y, en sentido más amplio, de la democracia. Cómo ha indicado el profesor José Antonio Crespo, la legitimidad supone la aceptación mayoritaria, por parte de los gobernados, de las razones y derecho que poseen los gobernantes para detentar el poder. También los comicios son vías para calibrar y renovar el apoyo al sistema político que los cobija. Las elecciones son, entonces, una suerte de termómetro de la calidad y compromiso democráticos de gobernantes y gobernados.

Voces autorizadas como la del politólogo Adam Przeworski defienden la importancia de las elecciones como modo de procesar, con relativa paz, los conflictos inherentes a cualquier sociedad, compuesta siempre ésta por personas, grupos, valores e ideas diversos y a veces contrapuestos entre sí. El experto ha recordado que las elecciones libres cubren apenas una pequeña parte de la historia política de la humanidad: entre 1788 y 2008 se celebraron 3 mil elecciones, de las cuales apenas una quinta parte trajo como consecuencia la derrota de los titulares del poder. Hay grandes diferencias entre elegir en comicios competitivos entre varias opciones -como sucede en México- y meramente votar por una fórmula en elecciones no competitivas, como las de Venezuela o Rusia. Las elecciones son competitivas cuando su resultado no implica la desaparición -política o física- del perdedor. Cuando lo único que se arriesga es quién gobernará por un período fijo, sin amenazar los intereses, valores y posibilidades de competir y participar de sus oponentes. Pero incluso en aquellos casos de votación autoritaria, Przeworski insiste que los gobernantes tienen cuidado y temor ante cualquier conflicto o señal de desgaste que impacten en la votación. Las elecciones, por tanto, siempre importan.

En México las elecciones son la vía mediante la cual renovamos los poderes de elección popular, en especial el Ejecutivo y Legislativo. Los procesos electorales son organizados, asesorados y observados, a nivel nacional, por el Instituto Nacional Electoral (INE), el cual actúa con sus contrapartes estatales. El INE es un ente autónomo, administrado por un consejo ciudadano integrado por voces expertas. Su proceder se rige por lo dispuesto en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM) y la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE).

Las elecciones mexicanas se dividen en ordinarias, extraordinarias y consultas populares. Las ordinarias se llevan a cabo cumpliendo lo establecido en la LGIPE. Mediante estas, cada 6 años, se eligen al presidente de la República, los 128 miembros del Senado de la República y los 500 integrantes de la Cámara de Diputados. De forma intermedia a estos comicios, cada 3 años se renuevan los 500 miembros de la Cámara de Diputados y 15 gubernaturas, entre otros cargos a nivel subnacional. Por su parte, las elecciones extraordinarias se realizan cuando algún proceso electoral federal ordinario es invalidado por el Tribunal Electoral, cuando el ocupante de un cargo de elección popular renuncia u ocurre su falta definitiva y se hace necesario elegir, conforme a la ley, a su sustituto. Por último, la consulta popular es un procedimiento previsto por el artículo 35 fracción VII de la CPEUM, para consultar a la ciudadanía acerca de alguna decisión trascendental para el país cuya organización queda a cargo del INE.

El Proceso Electoral Federal mexicano comprende cuatro etapas: a) la preparación de la elección; b) la jornada electoral; c) los resultados y declaración de validez de las elecciones, y d) el dictamen y declaración de validez de la elección y del presidente electo. Durante la primera etapa se realiza el sorteo para seleccionar a los ciudadanos que serán encargados -previa capacitación por el INE- de instalar las casillas, recibir la votación y contar los votos. También en esta etapa se desarrollan las campañas electorales. Estas, con una duración de entre 60 días (para elegir diputados federales) y 90 días (para elegir al presidente, senadores y diputados) deberán concluir tres días antes de la fecha electoral.

Fijada para el primer domingo de junio del año de la elección, la jornada marca el segundo momento del proceso. Una vez culminada la votación y cerrada la casilla, se contabilizan las boletas electorales, cancelando las sobrantes. Entonces se llenan las actas que establecen los resultados oficiales, las que deben ser avaladas (previa firma) por los ciudadanos funcionarios de casilla y los representantes de los partidos políticos. La documentación, integrada en un paquete sellado, se entrega al Consejo Distrital, ente encargado de acopiar y contabilizar los paquetes electorales. El momento de Resultados y declaraciones de validez de las elecciones inicia con esa entrega de la documentación y los expedientes electorales y concluye con los cómputos y declaraciones que realizan los consejos del INE y el Tribunal Electoral.

Por último, la fase final de Dictamen y declaración de validez de la elección comienza al resolverse el último de los medios de impugnación que se hubiesen interpuesto en contra de los resultados electorales o cuando se tiene constancia de la no presentación de algún reclamo afín. Esta fase concluye al aprobar la Sala Superior del Tribunal Electoral el dictamen que contiene el cómputo final y las declaraciones de validez de la elección y de Presidente electo. Como vemos, es un proceso complejo, abierto al acompañamiento ciudadano y experto. Clave en nuestra democracia.

Una cultura política democrática, acostumbrada a la realización libre y periódica de elecciones competitivas, nos lleva a desconfiar de cualquier político o partido cuyo discurso sea arrogante, autoritario y centralizado. No importa si esa persona u organización llegó al poder con una mayoría de votos y alguna promesa de defender las causas justas y los intereses populares, como sucede con los candidatos populistas. Porque si no hay contrapesos institucionales, frenos legales y renovación periódica al poder de los gobernantes, poco a poco se llegará a la arbitrariedad. Para esos contrapesos, es clave la existencia de un legislativo robusto y plural.

 

Un Congreso que nos represente

El parlamento, congreso, corte o asamblea nacional es el órgano legislativo, representativo, deliberativo y colegiado de cualquier Estado moderno. En su mayoría, solo las repúblicas y monarquías constitucionales tienen parlamentos propiamente dichos. Otros regímenes autoritarios crean sus parlamentos, pero con funciones reducidas o simbólicas. Porque solo donde la ciudadanía puede elegir y ser representada en toda su pluralidad, hay un parlamento con verdadera sustancia. En México, el Congreso de la Unión es expresión de una larga y rica historia, no exenta de altibajos, de elecciones, representación y deliberación republicanas.

El parlamento puede tener una o dos cámaras. Los parlamentos unicamerales suelen estar integrados por representantes populares. Los parlamentos bicamerales -como el mexicano- añaden la cámara de representación del pueblo, una cámara de representación de entidades territoriales subnacionales: estados, provincias, comunidades, entre otras subdivisiones según el país. Las facultades de los parlamentos dependen de cada Estado y su constitución.  Siempre ejercen el poder de legislar y la canalizan la representación de los diversos sectores que integran la sociedad. También poseen funciones distintivas, según se trate de un sistema político parlamentario -como sucede en Europa- o presidencialista, suelen ser muchos en Latinoamérica, incluido México.

En la mayoría de los países, corresponde al parlamento elaborar y aprobar las leyes, fiscalizar el accionar del Poder Ejecutivo, indicar las grandes directrices de actuación del Estado y las políticas gubernamentales, así como la integración y ratificación de otros órganos y poderes constitucionales. En un sistema parlamentario, aunque los integrantes del Gobierno son nombrados por el Jefe del Estado, solo se mantienen en el cargo sí conservan la confianza del parlamento, ante el que responden por su gestión. Allí el parlamento dispone de procedimientos legalmente establecidos para deponer al Gobierno, a través de mecanismos como la moción de censura. En el sistema presidencialista, los integrantes del Gobierno no son electos por el parlamento, sino por voto popular. Pero el parlamento tiene la opción de procesar a los funcionarios públicos, incluido el presidente de la República. El llamado juicio político que puede concluir con la destitución e inhabilitación del acusado.

En México, el Congreso de la Unión es el órgano legislativo, representativo, deliberativo y colegiado de nuestro Estado federal. Se divide entre un Senado –conformado por 128 integrantes– y una Cámara de Diputados, integrada por 500 legisladores de elección popular. Nuestro Congreso determina la división política del territorio nacional; recibe y analiza el informe de gestión que debe rendir anualmente el presidente; además de desarrollar acciones de rendición de cuentas y exigencia de comparecencias de los titulares de los tres poderes de la Unión

El Senado de la República es la cámara alta del congreso, donde se representan los 31 estados y la capital de la federación. Los senadores se dividen en grupos de a 3 por cada entidad federativa y la Ciudad de México. La elección de estos 99 senadores se desglosa, en cada entidad, en dos escaños electos de forma directa, por mayoría relativa, más otro para aquel candidato que encabeza la lista de candidatos del partido o alianza política que obtiene el segundo lugar en la elección estatal, llamado de la primera minoría. Los 32 restantes se designan a partir de una lista votada a nivel nacional, bajo un sistema de representación proporcional. Por su parte, los 500 miembros de la Cámara de Diputados son electos cada tres años. De estos, 300 lo son de modo directo, con base en criterios de mayoría relativa a partir de consideraciones demográficas, para que ningún estado tenga menos de dos diputados de mayoría. Los otros 200 dependen de un sistema de representación proporcional, a partir de listas votadas en circunscripciones plurinominales.

Cada legislatura es el período de tres años en la que los miembros de la Cámara y el Senado ejercen el Poder Legislativo. Los senadores ejercen su período en dos legislaturas consecutivas, mientras que los diputados lo hacen en una sola. A partir de la última gran reforma político electoral (2014) nuestros diputados pueden reelegirse hasta por tres periodos adicionales, equivalente a 12 años en el cargo. Los senadores pueden optar por un período adicional, alcanzando también 12 años en su curul.

Los sistemas parlamentarios suelen ser reconocidos por su capacidad para expresar mejor la pluralidad de opciones políticas que conforman una nación y decidir de modo más amplio sobre las mejores políticas públicas, aunque a veces han sido señalados por fragmentar excesivamente el poder e impedir consensos y gobernanzas ágiles. En sistemas presidencialistas, como el mexicano, suelen ser un freno a los intentos de imponer una Presidencia todopoderosa y a la vocación de controlar la agenda política de algún partido circunstancialmente mayoritario. Desde el arribo de la oposición parlamentaria en 1946, con la aparición de los diputados de partido en 1963, luego con la reforma de 1977 y con la democratización en los años 90, la política mexicana ha tenido en el parlamento un espacio privilegiado de fomento de la libertad.

Hoy, cuando el siglo XXI nos sorprende con renovados retos para impulsar una política más compleja, afectada por los desafíos de la globalización y la pandemia, México necesita un Congreso plural, activo y deliberante. Donde las mejores propuestas y demandas de millones de mexicanas y mexicanos tengan cabida, sin espacio para improvisaciones, imposiciones y autoritarismos. Donde todos los partidos relevantes logren una adecuada representación.

 

Los partidos: vehículos para la pluralidad

En regímenes democráticos como el mexicano, los partidos políticos son una pieza fundamental de la vida política. Estas entidades de interés público promueven y canalizan la participación ciudadana, agrupando a diversos grupos sociales e ideologías políticas. Presentan candidaturas para ocupar diferentes cargos políticos, a través de la representación en los órganos del poder estatal. Quienes conforman los partidos, comparten objetivos, intereses, principios, valores, programas y proyectos, que buscan impulsar desde la sociedad y desde el gobierno.

En democracia, un partido político es una organización estable, basada en una ideología y un programa de gobierno, que busca alcanzar sus objetivos políticos mediante el ejercicio del poder a través de cargos públicos electivos. Aunque bajo regímenes autoritarios existen a veces organizaciones llamadas partidos, al no competir por el poder con una oposición arrinconada o proscrita, su ensamblaje con el aparato estatal y la defensa de ideologías que excluyen la pluralidad, hacen a los partidos de regímenes autoritarios un tipo distinto de organización.

En la vida democrática los partidos cumplen funciones muy importantes. Permiten que los ciudadanos se socialicen políticamente: que adquieran valores, ideas y experiencias para participar en política. También contribuyen a la formación de cuadros y dirigencias políticas, que actuarán tanto fuera como dentro del Estado. Agrupando intereses afines, sirven como canales para llevar las demandas de la población hacia las autoridades de los distintos niveles e instituciones de gobierno. La suma de todas esas funciones otorga estabilidad y dinamismo al sistema político. Al punto que, se puede decir, no es posible imaginar hoy la democracia en nuestras grandes naciones y nuestras sociedades complejas y diversas sin el aporte y presencia de los partidos políticos.

Los partidos están integrados por diferentes tipos de personas, agrupadas según sus roles políticos. Los dirigentes toman las decisiones, controlan los recursos (financieros, políticos, mediáticos, etc.) y se relacionan con otros actores (incluidas las dirigencias de otros partidos) dentro del sistema político. Los funcionarios y expertos constituyen el grupo profesionalmente dedicado a la administración, el funcionamiento y la asesoría dentro de la organización. Los candidatos, seleccionados por los miembros (especialmente por la dirigencia) del partido, compiten y ocupan cargos de elección popular. Por último, la base partidista, constituye el sustento mismo del partido. Sean los militantes (afiliados permanentes con participación activa), los afiliados (ciudadanos inscriptos en el padrón, pero con participación esporádica) como los simpatizantes (personas no afiliadas formalmente al partido, que lo apoyan electoralmente) este nivel reúne a la mayor cantidad de personas ligadas, de una u otra manera, al partido. La arcilla que lo forja.

En México conocemos la existencia de partidos, definidos propiamente, a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Las grandes pugnas entre liberales y conservadores, si bien son referidas como luchas entre partidos, no pueden ser leídas en clave de disputa partidaria como lo haríamos en los tiempos actuales. Se trataba de dos grupos de mexicanos enfrentados por sus modelos de país, ajenos a las estructuras, funciones y dinámicas partidistas del presente, en los marcos de graves contiendas civiles con la amenaza de intervención extranjera y el uso de la violencia armada. En la antesala y primeros años posteriores a la Revolución, aparecieron organizaciones llamadas partidos, caracterizadas por su procedencia regional, la composición social de su base o la orientación ideológica de sus programas y políticas. Pero el partido oficial, con sucesivos cambios de sigla, fue el eje articulador de la vida política nacional. Ensamblado con un Estado cuya Presidencia ocupó por más de siete décadas.

Con la Ley Electoral Federal de 1946, los partidos políticos mexicanos adquirieron una regulación acorde a las realidades del país. No por gusto ese año consiguieron registro ante la Secretaría de Gobernación los primeros partidos opositores, entre ellos Acción Nacional y el Comunista. La Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales de 1977 dio otro paso de avance al aumentar las facilidades y prerrogativas para la afiliación, competencia y actuación partidista en todo el país. Incluidas nuevas garantías para su participación, con niveles de mayor presencia y competitividad, en las elecciones locales, estatales y federales. Los partidos acceden a financiamiento y a los medios, eliminando vetos ideológicos a la pluralidad política. La que se abrió paulatinamente camino, en las décadas del 80 y 90, con cambios de composición del congreso y los gobiernos estatales, hasta llegar a la alternancia democrática en 2000.

El órgano rector de nuestros partidos políticos es el Instituto Nacional Electoral, quien les otorga registro, organiza y vigila sus procesos internos y los habilita para participar en las elecciones para renovación de los poderes públicos. Nuestros partidos, además de estar reconocidos en el párrafo I del artículo 41 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, son regulados por la Ley General de Partidos Políticos. Esta establece que los partidos cuentan con personalidad jurídica y patrimonio, promueven la participación popular en la vida democrática, contribuyen a la integración de los órganos de representación política y posibilitan el acceso de la ciudadanía al poder público.

En México, la afiliación a un partido es de manera libre e individual. El ingreso de los partidos políticos coincide con los ciclos de la política electoral. Si un grupo de ciudadanos desean afiliarse a un partido político, su conformación debe coincidir con la convocatoria realizada por el INE. Para ello, los nuevos aspirantes a partido deben celebrar asambleas, observadas por el Instituto, en por lo menos veinte entidades federativas o doscientos distritos electorales.

La vitalidad del sistema de partidos mexicano queda demostrada por la variedad de ideas, organizaciones y trayectorias que conforman, en el presente, nuestro ecosistema partidario nacional. Existen partidos de larga data (el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional y el Partido Revolución Democrática) provenientes de la época anterior a la alternancia, representativos de las posturas de centro, derecha e izquierda, respectivamente. Están acompañados por otros partidos de menor antigüedad, diverso arraigo socio territorial y mayor mixtura ideológica: Partido del Trabajo, Verde Ecologista de México, Movimiento Ciudadano, Encuentro Social, Redes Sociales Progresistas, Regeneración Nacional. Este último, gobernante a nivel federal, con amplia representación en el legislativo y ejecutivo, así como en las regiones del país.

El reto que se impone es consolidar la vida interna de los partidos, ampliando la oferta a aquella ciudadanía que no encuentra hoy representada su voz e intereses en la actual composición de los poderes públicos. Partidos de gobierno y en especial de oposición, respetuosos de la pluralidad democrática y dispuestos a hacer propuestas innovadoras ante las crisis, económica, política, ética y pandémica que vive la nación.

 

¿Y qué hacemos con la sociedad civil?

En los foros internacionales, programas de televisión y eventos políticos, alguien habla siempre de la sociedad civil. Cada día, se la nombra como un símbolo de conciencia ciudadana, de un activismo necesario para cambiar la realidad. Otros la atacan, desde el poder, como supuesta pantalla de intereses espurios, conservadores. Pero la sociedad civil es, en realidad, algo más complejo que esas visiones. Algo que forma parte de nuestra cotidianeidad. Sin la cual la democracia no tendría sustento ni futuro.

La sociedad civil se conforma por diversas organizaciones, grupos y movimientos -no partidistas ni empresariales- de personas asociadas a partir de intereses comunes. Surge, en buena medida, producto de la necesidad que tienen los ciudadanos de reaccionar ante procesos que, nacidos en los espacios políticos y económicos, impactan sus vidas cotidianas, sus derechos y sus intereses. En su seno confluyen disímiles actores que comienzan a reconocerse desde su diversidad de procedencia e intereses para enfrentar aquello que les afecta y preocupa. La sociedad civil resulta un espacio social plural, caracterizado por la organización de ciudadanos, a partir de lógicas de autonomía, solidaridad y representación de identidades particulares, en búsqueda de impulsar demandas colectivas, resolver problemas comunitarios e incidir en lo público. Una sociedad civil fuerte y protagónica es imprescindible para la salud democrática de un país, pues propicia grados de participación importantes y genera retroalimentación entre la sociedad civil y el Gobierno.

Como ha señalado recientemente el especialista Alberto Olvera, la crisis actual obliga a las organizaciones de la sociedad civil a repensar su papel en el espacio público. A redefinir los objetivos y las estrategias por seguir en un contexto político y social que ha cambiado radicalmente. Las prioridades de la solidaridad ciudadana se concentran hoy en el apoyo a las poblaciones vulnerables para que puedan acceder a servicios médicos, garantizar su alimentación y proteger la integridad personal de las personas expuestas a un mayor grado de violencia intrafamiliar. Pero esas urgencias van de la mano con nuevas demandas de auto organización popular, en entornos urbanos y rurales.

Como indica el experto, la sociedad civil en México enfrenta un reto doble. La emergencia humanitaria, derivada de la pandemia, afecta la agenda específica de sus organizaciones, centrada en la defensa y promoción de los derechos y la atención a grupos sociales vulnerables de la población. Pero, además, la coyuntura política actual es, según Olvera, parecida a la que vivió hace treinta años la sociedad civil en México. Entonces, las organizaciones deberán coaligarse para lograr el reconocimiento de su status, su autonomía y defenderse de los intentos de control político de los distintos órdenes de gobierno. Al luchar por su espacio, contribuyeron a la democratización del país.

En la coyuntura actual de pandemia, polarización política y crisis económica, las organizaciones de la sociedad civil, con independencia de su agenda, desarrollo y origen, tendrán que asumir nuevos retos. Deberán contribuir a la democratización de la propia sociedad civil, defender las instituciones democráticas existentes y mantener la lucha por los derechos humanos, en especial de los grupos vulnerables; reuniendo los esfuerzos de diversos y nuevos movimientos populares y organizaciones civiles ya consolidadas, para conseguir una sociedad más justa y democrática.

Como ha explicado un análisis reciente el académico Carlos Martínez Carmona, la creación de un nuevo vínculo en la relación sociedad-Estado, bajo el actual gobierno, puede generar cuatro consecuencias. Una sería la recolonización de la sociedad civil por parte del Estado, bajo esquemas que recuerdan al viejo corporativismo. Ligado a ello, a partir de los recortes al financiamiento, una mayor dependencia de las organizaciones respecto a intereses empresariales. También, un mayor énfasis en la promoción del bienestar por actores sociales, con las organizaciones de la sociedad civil en el peldaño más bajo. Por último, cierta la dispersión de esfuerzos ciudadanos de promoción de la democracia directa, al margen del asociativismo organizado. Estos procesos encontrarán tensiones desde la misma sociedad civil mexicana en los años venideros.

 

Hacer política desde la base

Buena parte de los procesos políticos de México transcurren en la colonia, el barrio, el municipio. En los sitios donde tiene lugar la política de base, esta ha sido fundamento de la democracia. La lucha por un Municipio Libre, los avances de la democratización desde los municipios y las experiencias de innovación democrática y buen gobierno tienen en lo local un escenario privilegiado. Si se consultan las encuestas y estudios más serios sobre cultura y participación políticas, veremos que las mexicanas y mexicanos preferimos implicarnos en asuntos que tienen que ver con la provisión de servicios públicos, en festividades religiosas y eventos deportivos, mayormente en el ámbito local.

La política en la base está teñida de participación. Una participación que se desarrolla en la interacción entre lo estatal (instituciones) y lo social (comunidades), donde se construye lo público (Cunill, 1991). La participación es una forma de acción política, emprendida por individuos y colectivos para la solución de un problema específico. Participar implica la incidencia sobre las autoridades municipales, la interacción con nuestros vecinos y la comunicación con las asociaciones, los negocios, las iglesias o los medios de comunicación locales. Una participación local expresada a través de aquellas políticas -salud, vivienda, medio ambiente, empleo- que el gobierno desarrolla para influir y atender problemas a nivel comunitario.

Se ha explicado que la participación en el ámbito local debe ser «un mecanismo de empoderamiento de la ciudadanía y no un instrumento al servicio de unos grupos o asociado a intereses partidarios: en pocas palabras, se necesita voluntad, política, pero también buenas instituciones (Welp, 2018)». Como ha dicho Alberto Olvera, la mayor parte de las formas exitosas de la participación ciudadana será aquella que supone la participación de ciudadanos en lo individual, que se enmarcan en un tiempo y un espacio acotado, en un territorio y un arco temporal de corto plazo. Pero siempre una verdadera democracia participativa, una auténtica política en la base, supone el empoderamiento de los ciudadanos desde su comunidad. Sean estos militantes de base, miembros de organizaciones sociales y simples vecinos.

La política en la base no puede ser comprendida como un momento, sino como un proceso. Un ciclo que parte de la participación individual, cotidiana y poco organizada, de los vecinos; hasta llegar a formas de participación colectiva en distintas asambleas, consejos, seccionales, etc. Se trata de una participación que va más allá de la representación política tradicional, porque trasciende los parlamentos y partidos. E incluye diversos momentos y actos que tienen que ver con la formulación, la gestión y la fiscalización de las políticas públicas que afectan la vida de la gente común.

En la historia de Latinoamérica y México, no pocas políticas de base han servido, desde distintos gobiernos, para cooptar -en vez de empoderar- a los ciudadanos. En especial a los más pobres, a los excluidos. Ese empoderamiento participativo sería un logro concreto de cualquier política de base. Los Gabinetes itinerantes y de Álvaro Uribe, así como los Consejos de Poder Ciudadano de Daniel Ortega fueron ejemplo de esa práctica. Cuando eso sucede, asistimos a una participación vaciada de autonomía y calidad, con un mar de extensión y un milímetro de profundidad. Pero como alertó, hace años, el profesor Ramón Máiz, si bien se ha privilegiado el incremento cuantitativo de la participación, el reto es mejorar su calidad. No tanto “dar poder al pueblo” como promover que éste pueda controlar la información y pertinencia de su ejercicio concreto. Si buscamos que las políticas locales contribuyan a modificar o perpetuar rasgos excluyentes del modelo económico, la estructura social y el sistema político, el empoderamiento participativo sería un logro de cualquier agenda auténticamente progresista.

 

Conclusión

En México, tenemos una larga tradición republicana. Siempre han existido elecciones y constituciones, si bien en varios momentos de su historia estas no han sido respetadas por diversos actores políticos, en especial por el gobierno en turno. Pero la ciudadanía mexicana siempre ha luchado por que su voz prevalezca, acotando la fiebre de dictaduras militares y golpes de estado que han padecido otros países vecinos. La idea de “sufragio efectivo, no reelección” nos acompaña desde hace un siglo, primero en las gestas de la Revolución, luego en la construcción del Estado social y, más recientemente, durante la transición a la democracia desde fines del pasado siglo.

El México del siglo XXI es una sociedad moderna, conformada por personas con diversos orígenes sociales, intereses económicos y puntos de vista políticos. Todos confluyen en el crisol, plural y rico como la historia y cultura del país, de su democracia. Las democracias del siglo XXI poseen, como hemos dicho antes, ciertas características: elecciones justas, libres y competidas; pluralismo político; derechos ciudadanos a la organización, información, expresión y movilización; mecanismos de rendición de cuentas y control de los funcionarios públicos. Estos rasgos dotan a la ciudadanía de amplios derechos (civiles, políticos, sociales) para decidir sobre aquellos asuntos y procesos que afectan su vida.

Quienes piensan que un grupo, un partido o una ideología encarna todos los valores positivos de la nación, no creen en la democracia, más aún, ser o haber sido parte de la oposición no te hace demócrata per se. No es posible llevar al progreso a una sociedad imponiendo una sola forma de pensar, por bienintencionada que sean las personas que en ella crean. Por eso participar en las elecciones, luchar por tener un buen congreso, militar conscientemente en algún partido, fortalecer la sociedad civil y participar políticamente en nuestras colonias resulta imperativo en estos tiempos. La suma de todo eso, como personas y como colectivo, es defender la democracia que tanto nos ha costado construir en México.

 

Referencias:

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Crespo, José Antonio, Elecciones y Democracia, Cuadernos de divulgación de la Cultura Democrática, INE, Ciudad de Mexico, 2016.

Dahl, Robert A. (1993 [1971]), La poliarquía, México, Red Editorial Iberoamericana

Duverger, Maurice, Los Partidos políticos. Fondo de Cultura Económica, México, DF, 1957.

Espinoza Toledo, Ricardo Sistemas parlamentario, presidencial y semipresidencial, Cuadernos de divulgación de la Cultura Democrática, INE, Ciudad de Mexico, 2019, disponible en https://www.ine.mx/wp-content/uploads/2020/02/cuaderno_20.pdf

Martínez, Carlos Arturo “¿Esfera cívica mexicana recolonizada? La Sociedad Civil Organizada al viso del proyecto de la 4T” en Cilano, Johanna y Sánchez, Ramiro (coord.) El México de la 4T: entre el gobierno de los hombres y la administración de las cosas, Gobierno y Análisis Político A.C/Transparencia Electoral, Buenos Aires, 2020

Olvera, Alberto J. La pandemia, el populismo y los nuevos retos de la sociedad civil https://www.revistabrujula.org/la-pandemia-populismo-nuevos-retos

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Olvera, Alberto Ciudadanía y democracia, Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, Instituto Federal Electoral, México DF, 2008.

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[author] [author_image timthumb=’on’]https://demoamlat.com/wp-content/uploads/2019/09/Armando_Chaguaceda-e.jpg[/author_image] [author_info]Armando Chaguaceda

Politólogo e historiador, investigador del Centro de Estudios Constitucionales Iberoamericanos A.C. Experto país (casos Cuba y Venezuela) del proyecto V-Dem, de la Universidad de Gothenburg y el Kellogg Institute en la Universidad de Notre Dame. Miembro de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) y de Amnistía Internacional. Especializado en el estudio de los procesos de democratización/ autocratización y de las relaciones entre gobierno y sociedad civil en Latinoamérica y Rusia.[/author_info] [/author]

[author] [author_image timthumb=’on’]https://demoamlat.com/wp-content/uploads/2021/03/Carlos-Luis-Sánchez.jpg[/author_image] [author_info]Carlos Luis Sánchez

Doctor en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México. Es Profesor/Investigador Asociado “C” de Tiempo Completo, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus líneas de Investigación: Instituciones Políticas Comparadas, Comportamiento Político Electoral y Opinión Pública. Es Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, CONACYT (SNI) nivel 1.[/author_info] [/author]

[author] [author_image timthumb=’on’]https://demoamlat.com/wp-content/uploads/2021/03/Josué-Ramses-Torres-Mendoza.jpeg[/author_image] [author_info]Josué Ramses Torres Mendoza

Licenciado en Administración Pública por la Universidad de Guanajuato, profesor de Teoría Política, servidor de la Contraloría Municipal de León, apasionado de las ciencias sociales y ciudadano vigilante de las instituciones públicas. jr.torresmendoza@ugto.mx [/author_info] [/author]