En 1974, hace ya 45 años, Portugal y Grecia ponían fin a sus regímenes autoritarios y además inauguraban una larga cadena de cambios que, al año siguiente, terminó de democratizar Europa occidental con la célebre transición española. En 1978, el fenómeno cruzó el Océano Atlántico y llegó a República Dominicana, donde terminó con las pretensiones continuistas de los herederos del Chivo Trujillo, y luego, de allí, pasó a Ecuador. En los años subsiguientes las transiciones abarcarían toda la región: Perú, Honduras, Bolivia, Argentina, El Salvador, Uruguay, Brasil y Guatemala fueron la primera tanda. La caída del muro de Berlín facilitaría las cosas y los restantes países comenzarían su tránsito hacia la democracia a partir de 1989.
De distintas formas, la democracia se impuso en todo el continente menos en la sempiterna dictadura de los Castro, que hasta hoy parece inmune a tendencias y cambios globales. Paralelamente a lo que ocurría en América, algunos países africanos, asiáticos y de Europa del Este iniciaban el mismo recorrido. Un símbolo de aquel momento fue el fin del régimen sudafricano del apartheid y la llegada de Mandela a la presidencia el 10 de mayo de 1994.
Un cambio global de esa magnitud ocurrido, además, en el marco del fin del comunismo generó un fuerte optimismo. Esto se vio en la confianza de importantes sectores de las elites políticas e intelectuales para creer, no solo en la solidez de las transformaciones, también en que el futuro traería una suerte de progreso indefinido. En algún caso, se llegó a definir esto como el fin de la historia que llevaría al triunfo global y permanente de la democracia liberal.
Samuel Huntington notó que los caminos de regímenes autoritarios hacia democracias y a la inversa, tenían una dimensión global. Por eso afirmó que desde el siglo XIX en adelante los procesos de democratización y desdemocratización no ocurrían como fenómenos aislados, aunque a veces, alguno de estos pudiera darse de ese modo. Así acuñó la imagen de las olas.
La primera ola de democratización, ocurrida entre principios del siglo XIX y mediados de la década de 1920 fue seguida por una contraola que se mantuvo firme hasta el fin de la segunda guerra mundial. El año 1945 dio lugar a una segunda ola democratizadora que finalizó en 1960 cuando se inició la segunda contraola que, a su vez, concluyó en 1974 con los cambios en Europa del sur antes mencionados.
En ese momento comenzó la tercera ola (título que finalmente adoptó el libro de Huntington) y que se impuso como imagen de la expansión que vivía entonces la democracia. La idea de las olas no solo mostraba que había ciertas conexiones entre los procesos, también dejaba claro que cada ola de democratizaciones era más grande que la anterior y que el fenómeno tenía mucho de externo a las mismas sociedades que cambiaban de régimen político.
La tercera ola tuvo varias facetas: las democratizaciones previas a la disolución de la Unión Soviética, las posteriores, las revoluciones de color y la primavera árabe, al punto que algunos especialistas propusieron una cuarta ola diferente a la anterior. La tercera ola representó el triunfo de la democracia como sistema global. Una prueba de ello es que ni aun los peores dictadores quisieron quedarse afuera de la etiqueta democrática e hicieron por ello referencia- constante a su condición de demócratas, aunque luego en la práctica concreta la vulneraran radicalmente.
Pero mientras existía un clima de festejo y auto complacencia por este auge de la democracia que parecía indetenible, también hubo especialistas e intelectuales que comenzaban a señalar que el futuro no sería tan sencillo y, tempranamente, observaban complicaciones que ya no tenían que ver con las clásicas amenazas de golpes militares. A pesar de que estos ya no fueron una vía de expresión de descontento o conflictividad en América Latina, 20 presidentes democráticamente electos no terminaron su mandato en los últimos 30 años.
Guillermo O´Donnell advirtió que los nuevos desafíos que enfrentaban las democracias provenían desde dentro del mismo sistema. A partir de los gobiernos de los años 90, pero también en los pos neoliberales que los continuaron, O´Donnell acuñó la idea de democracia delegativa para definir un nuevo tipo de democracia diferente a la representativa. Entre varias características, esta democracia devaluada implicaba una cuestión central: todo tipo de control institucional era considerado una injustificada traba por quien ejercía el poder.
Los estudios sobre el rumbo de la democracia fueron variados desde fines del siglo XX y de distintas formas se comenzó a indagar sobre estas variantes de la democracia que, de a poco, solo fueron manteniendo de sus inicios representativos el momento electoral. Así aparecieron una serie de conceptos que hacen referencia a esa situación paradójica: regímenes híbridos, democracias iliberales, autoritarismos competitivos o electorales, sultanismo electoral, regímenes autocráticos electorales, etc. Una vez más, la marea comenzó a cambiar.
La contra ola
Los informes y estudios sobre el estado de la democracia y la libertad muestran (por ejemplo en Freedom House o Reporteros sin fronteras, entre otros) que el año 2018 ha sido uno de los peores desde el inicio de la tercera ola. De acuerdo con el Democracy Index 2018 solo 20 países pueden catalogarse como democracias completas. Por el contrario, 93 países se agrupan en categorías como democracias defectuosas o regímenes híbridos. El número de países con regímenes autoritarios más que duplica la cantidad de democracias plenas.
Si bien un análisis fino requeriría más tiempo y espacio que estas carillas, queda medianamente claro que este no es un momento de expansión de la democracia y que, por el contrario, estamos viviendo una controla, un momento de impugnación global a la democracia republicana y representativa y que en general eso se origina desde dentro mismo del sistema democrático.
Para entender las causas de esto resulta interesante volver a Huntington y retomar algunos de los factores que utilizó para argumentar por el nacimiento de aquella tercera ola. Entre ellos estaban el declive de la legitimidad y el dilema del desempeño de las dictaduras, la crisis después de un largo periodo de desarrollo económico, los cambios en la Iglesia Católica a favor de la democracia, las nuevas políticas de agentes externos (USA y la URSS) en el mismo sentido y finalmente, el efecto demostración o «bola de nieve».
Los dos primeros puntos que favorecieron la aparición de la democracia hoy son sus puntos débiles a nivel nacional. Grandes sectores de la población que han visto cambiar sucesivos gobiernos respetando las reglas de juego democrático pero no han mejorado su situación económica, todo lo contrario. Por eso ya no identifican a la democracia como herramienta para la solución de sus problemas y son una audiencia disponible para líderes populistas o autoritarios. Pero los siguientes aspectos que menciona Huntington son también importantes e implican un llamado a la acción global. Con respecto al contexto en que se desarrolló la tercera ola, Estados Unidos y Rusia, sobre todo esta última, ya no son promotores de democracia. El Papa Francisco mucho menos. El actual pontífice parece un admirador de los regímenes autoritarios a los que brinda su apoyo y autoridad moral como líder religioso mundial.
Por último, Huntington menciona el efecto imitación y que fue muy positivo cuando caían las dictaduras. Sin embargo, esto hoy juega en contra de las democracias. La aparición de gobiernos populistas como los de López Obrador y Bolsonaro con sus retóricas místicas y apelaciones irracionales, son un peligro para las democracias republicanas que con suma dificultad aún prosperan en la región. También la pervivencia de dictaduras como la de Maduro, que muestra al mundo que no hay un gran costo internacional por violar las normas básicas de la democracia y sobre todo, las vinculadas al respeto de los derechos humanos.
Qué hacer?
Hay un plano de la cuestión que no admite mucho margen de duda. Los gobiernos democráticos deben mejorar la calidad de sus políticas públicas y abordar las demandas que tanta frustración y alienación han producido en las sociedades. Los partidos democráticos deben hacer serias autocríticas sobre las formas con las que encaran la representación y afrontar inteligente y creativamente los límites del Estado nacional para resolver algunas de las demandas que sostienen sociedades cada vez más heterogéneas y transnacionalizadas.
Pero lo que deseo resaltar en este texto es la necesidad de un activismo global en defensa de la democracia. Globalizar la democracia. Fortalecer las redes transnacionales de defensa. Unir con lazos y vínculos permanentes a los demócratas de los distintos países. Generar acciones de solidaridad con los demócratas perseguidos o apresados, sostener el repudio y los reclamos contra dictadores o sobre las acciones de gobiernos, como el de Evo Morales, que transitan un camino cuya estación de llegada es un nuevo despotismo.
Los gobiernos democráticos deben tomar nota del descontento social y los reclamos desatendidos, pero la pelea para comenzar una nueva ola que recupere la iniciativa democrática está en manos de las redes de ciudadanos activistas y tiene al mundo como escenario.
*Fernando Pedrosa es historiador y politólogo. Tiene una Maestría en Estudios Latinoamericanos y es Doctor en “Procesos Políticos Contemporáneos», ambos por la Universidad de Salamanca. Es profesor de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad del Salvador. En la actualidad dirige el Grupo de Estudios en Asia y América Latina de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).