El asedio contra los partidos políticos en Venezuela ha sido una constante desde la llegada del chavismo al poder en 1998. Las sentencias del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) que imponen unas nuevas directivas a los partidos opositores Acción Democrática (AD), Primero Justicia (PJ) y Voluntad Popular (VP), representan un golpe final contra la política y la institucionalidad. El objetivo es claro: vaciar a las organizaciones opositores de su esencia al nombrar a dirigentes cómplices para que aparenten oposición al régimen.
El Tribunal Supremo de Justicia de Venezuela aprovechó el efecto desmovilizador de la pandemia para imponer a Bernabé Gutiérrez como Presidente de Acción Democrática por medio de una sentencia; en Primero Justicia se designó al diputado José Brito, vinculado a la trama del chavismo para sabotear la reelección de Guaidó como Presidente de la Asamblea Nacional en enero de 2020. Y finalmente, en Voluntad Popular (donde militaba Juan Guaidó), el TSJ nombró una directiva presidida por el diputado disidente José Gregorio Noriega, que integra la directiva paralela de la Asamblea Nacional que no es reconocida internacionalmente. En la misma dirección se destina el partido Un Nuevo Tiempo (UNT), ya que un diputado dentro del partido presentó al TSJ un recurso judicial para que dictaminara si era admisible nombrar a una nueva directiva nacional.
La displicencia en contra de los partidos tiene su origen en la misma llegada de Chávez al poder. En su campaña electoral de 1998, Chávez elaboró su discurso en torno al rechazo a los partidos tradicionales Acción Democrática y COPEI que habían gobernado desde 1958 hasta 1993; propuso como alternativa la “democracia participativa” sin las “corruptelas partidistas y sus élites” en antagonismo con la democracia representativa de AD y COPEI. La democracia participativa, como la concibe el chavismo, desdeña a los partidos como medios de representación popular y canales de transmisión de las demandas por parte de la sociedad civil. Según él, el pueblo debe mandar directamente, a través de diferentes mecanismos de participación como el referéndum, el revocatorio del mandato e iniciativas legislativas. Los partidos políticos sobran en esta ecuación, exceptuando, por supuesto, el partido de gobierno que se ha adueñado de las instituciones del Estado y la sociedad civil.
En la Constitución de 1999 no aparecen las palabras “partidos políticos” sino una categorización más difusa: “organizaciones con fines políticos”. Desde entonces los partidos han operado en un ambiente hostil, donde se les ataca diariamente desde el gobierno como plataformas parasitarias, innecesarias y asociadas a intereses extranjeros. El financiamiento público a las organizaciones con fines políticos quedó expresamente prohibido en el artículo 67 de la Constitución de la República. Los partidos, en consecuencia, no han podido establecer una maquinaria partidista con alcance nacional para ejercer su rol como canales de representación; este ambiente hostil ha promovido la desinstitucionalización de los partidos, ya que se minimiza la importancia de estas organizaciones y se limita su capacidad operativa.
La ofensiva en contra de los partidos siguió avanzando con los años. Partidos simpatizantes con el oficialismo también fueron amenazados de ser excluidos del gobierno a menos que se unieran al nuevo Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) creado por Chávez en 2007. Por otra parte, el Consejo Nacional Electoral (CNE), controlado por el gobierno, se negó a conceder la oficialización de 9 nuevos partidos políticos, incluyendo Vente Venezuela de María Corina Machado, y a Marea Socialista, pro gobierno. La negativa, injustificada, impidió que estos movimientos políticos pudiesen participar en las elecciones legislativas del 2015.
Hace algunos años, el gobierno comenzó a probar una nueva estratagema en contra de los partidos: utilizar al Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) como medio para despojar a sus líderes del control de la organización y dársela a otros políticos dispuestos a apoyar al régimen. Así fue como en 2015, una sentencia de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia impuso una nueva directiva nacional al partido histórico COPEI, despojando a su líder Roberto Enríquez del control del partido y permitiendo a la nueva directiva utilizar la tarjeta electoral del partido, el logo, emblema y colores. Posteriormente, otros partidos iban a sufrir las mismas consecuencias como el caso de Bandera Roja y también el partido pro gobierno Movimiento Electoral del Pueblo. El mismo destino se le ha presentado a los tres partidos más importantes de la oposición: Acción Democrática, Primer Justicia y Voluntad Popular.
¿Cuál es el objetivo? Desarticular cualquier tipo de oposición contra el régimen. Crear una oposición ficticia con dirigentes complacientes con el gobierno, y a final de año llevar a cabo unas elecciones legislativas fraudulentas para intentar legitimar a estos actores. Esto significa el golpe final contra la política: no puede haber disidencia organizada ni elecciones libres. La “nueva oposición” va a convertir la política en Venezuela en un simulacro.