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Del discurso de la radicalidad democrática a los hechos de la radicalidad autoritaria

Reseña del libro La Otra Hegemonía. Autoritarismos y resistencias en Nicaragua y Venezuela de Armando Chaguaceda (Editorial Hypermedia, 2020).

Alex Ricardo Caldera Ortega[1]*

 

En los albores de la segunda década del siglo XXI, América Latina vive un proceso constante de desdemocratización. Si bien en la región históricamente han persistido las autocracias, por casi cinco décadas atrás el ánimo dominante era el del optimismo por ser la parte del mundo con más progreso en un proceso de avance en las llamadas transiciones a la democracia de la llamada “tercera ola” (Huntington 1991).

Las democracias electorales configuraron sistemas de partidos competitivos, ‘avivamiento’ de instituciones políticas en una lógica de diálogo y confrontación entre los actores que las ocupan en la disputa por diferentes proyectos de país, y una incipiente intensificación del ejercicio ciudadano desde la sociedad civil y los movimientos sociales para tratar de incidir en la configuración de lo público. A la vez, en lo económico, se coincidió mundialmente con el dominio del proyecto neoliberal que, junto con el fenómeno de la globalización, coadyuvó en el planteamiento desestructurante de la centralidad estatal en la esfera de lo público, legitimando la emergencia de actores antes confinados a la esfera de lo privado (el mercado, lo familiar, comunitario o societal propiamente dicho) para reclamar un lugar en los asuntos comunes, de la ciudad, de la construcción de país.

Los regímenes autoritarios eran un proyecto político que se quería dejar atrás, desde dos proyectos no necesariamente coincidentes, los cuales más allá de su objetivo común en contra de los tradicionales liderazgos políticos, legitimados desde discursos y prácticas populistas, formas de intermediación corporativistas y afianzados por la fuerza y el apoyo militar, se distancian tanto por la idea constitutiva de lo político, como de los medios y fines a través de los cuales se puede lograr los objetivos sociales, o se ejerce el propio poder para materializarlos (Dagnino, Panfichi y Olvera, 2006).[2] Por un lado, está el proyecto político neoliberal que en aras de ajustarse a un nuevo patrón de acumulación del capital financiado en la libre empresa y circulación de mercancías, busca adecuar las relaciones sociedad-Estado dentro de márgenes limitados de democratización (solo a lo electoral y representativo), transferencia de responsabilidades sociales al sector privado y a una sociedad civil solo subsidiaria en aquellos temas que el mercado o el propio Estado no son ‘eficientes’ en su atención o asignación. Por otro, está el proyecto democrático-participativo, que busca profundizar, a través de formas innovadoras de participación y deliberación social, la propia democracia, en eras de construir, gestionar o asignar bienestar a través de la búsqueda de valores centrados en las ideas de igualdad, equidad y justicia, sin sacrificar autonomía societal frente al Estado.

Desde este marco analítico, el libro La Otra Hegemonía. Autoritarismos y resistencias en Nicaragua y Venezuela, de Armando Chaguaceda (2020) aborda precisamente desde dos casos emblemáticos en América Latina en este momento, los procesos evidentes de desdemocratización de dos regímenes políticos que han restaurado el proyecto político autoritario en medio de procesos donde se ha dado, y se sigue procesando, una disputa y una lucha por la construcción de sociedades con autonomía y autodeterminación en lo político, que logren condiciones sociales con crecimiento económico, bienestar social y respeto a los derechos humanos fundamentales. Chaguaceda suele recordar a sus colegas (en especial a quienes aún vivimos bajo regímenes de democracia delegativa) que él viene del futuro. Este libro, de un modo impresionante, lo ratifica.

Hace una década, cuando aún Armando Chaguaceda hacía las observaciones y los análisis para esta investigación, los dos regímenes podían aún clasificarse en lo que la ciencia política contemporánea etiqueta como regímenes políticos híbridos, es decir, democracias formales con fuertes estructuras y formas políticas autocratizantes; sin embargo, hoy día estos dos regímenes se han volcado y han cruzado la línea del respeto a cierta pluralidad e inclusión societal para convertirse abiertamente en dictaduras que mantienen en el exilio y en cárceles a sus opositores, simulan procesos electorales y mantienen una colonización con allegados de las instituciones políticas que eventualmente pudieran significar un contrapeso, e incluso se puede decir han suspendido todo orden constitucional y legal que había sido producto del periodo inmediato anterior y que posibilitó que éstos gobiernos llegaran al poder.

El aporte de Chaguaceda es un análisis político riguroso que nos da cuenta de una trayectoria que se configura en casi todo el siglo XX, y que al abordar acuciosamente el ciclo de autocracia-democracia frágil-autocratización, nos enseña las claves de dos casos que hoy se presentan como claros ejemplos extremos representativos de nuevas formas de autoritarismos imperantes en la región, los cuales también son parte de una tendencia autocratizante en varias partes del mundo y que son foco del interés de la ciencia política de frontera en este momento (Diamond 2015; Levitsky & Ziblatt 2018; Applebaum 2021) . La pregunta central que guía el trabajo de Armando Chaguaceda es: ¿Por qué regímenes políticos que, bajo el signo del progresismo, han pretendido refundar el Estado, ampliando la inclusión política y disminuyendo la desigualdad, han terminado desdemocratizando la vida pública de diversas naciones latinoamericanas (Nicaragua y Venezuela)?

El método elegido por el autor parte de una reconstrucción histórica de cerca de un siglo, que aborda elementos clave de sus contextos económicos, sociales y políticos, centrándose en las formas de interacción Estado-sociedad, teniendo en cuenta su impacto en la participación y la autonomía societal. Para esto se caracterizan las políticas de participación y se abordan sus expresiones específicas en el orden local, así como el estado de las prácticas de autonomía de los actores de la sociedad civil, mediante lo cual se busca comprender el nexo de los componentes estatal y ciudadano en el marco de la evolución del régimen político y los diversos procesos de incipiente y fugaz avance democrático y posterior proceso de erosión.

Chaguaceda sigue a Charles Tilly (1984) al comprender cómo a través de “grandes estructuras y amplios procesos”, la caracterización histórica enmarca una etapa de mayor alcance donde toda América Latina siguió una trayectoria de consolidación de las soberanías estatales, de modernización de las formas de intermediación sociedad-Estado en sistemas de organizaciones gremiales, sindicales, partidistas, movimientos sociales y en general representantes de amplios sectores sociales o intereses articulados y alineados con marcos ideológicos, culturales, científicos y geopolíticos globales. Es precisamente ese enmarque estructural prevaleciente en todo el siglo XX y principios del XXI que conduce al entendimiento las trayectorias que van desde un intervencionismo estatal ‘desarollista’ con formas corporativas de intermediación y formas políticas jerárquicas, centralizadas y movilización subordinada, a un proceso de liberalización económica, con retirada del Estado en la responsabilidad social, clientelización de las formas de representación, participación acotada al proceso electoral donde el dinero y el intercambio de dádivas es el motor de la competencia, a una disputa actual dentro de los márgenes de la democracia, entre un proyecto que apela al gobierno efectivamente popular, rechazando los preceptos liberales de pluralidad y autonomía societal y que como resultado en la construcción de la nueva hegemonía deriva en autocracias realmente existentes, frente a la alternativa de una república representativa y participativa, en la que el orden democrático persista en una disputa agonista entre diferentes perspectivas del orden social.

En los casos de Nicaragua y Venezuela, ante los saldos negativos del periodo neoliberal y la crisis de representación política resultante se configura un régimen populista, primero bajo una configuración de democracia delegativa —como Guillermo O’Donnell (1994) llama a la forma de los regímenes políticos imperante en América Latina—,[3] con una narrativa que apela a la radicalidad democrática, desde un posicionamiento iliberal que debilita la institucionalidad del Estado constitucional, pero que por su persistencia en el tiempo y las estrategias hegemónicas para aferrarse al poder, burlar los pesos y contrapesos de la institucionalidad democrática, reducir los espacios de autonomía social por parte de la élite en el gobierno, derivan en autocracias reconocidas.

Siguiendo precisamente a Tilly (2007), el delineamiento por parte de Chaguaceda de ambos regímenes políticos, en sus respectivas trayectorias de democratización y desmocratización, las aborda de la secuencias de mecanismos que incluyen: a) la emergencia o repliegue de redes de inclusión o exclusión en el ejercicio del poder, b) El fortalecimiento de debilitamiento de centros de poder autónomo (tanto estatales como no estatales), c) El afianzamiento o disolución de redes clientelares a partir de la acción gubernamental (principalmente la política social) que logra o no impactar en la desigualdad imperante, d) la persistencia o no de mecanismos institucionalizados para la legitimación del ejercicio de la propia autoridad (a través de las propias elecciones o ejercicios de democracia directa), e) la tolerancia o represión de movilizaciones sociales que reclaman derechos, y f) el protagonismo o repliegue de las fuerzas militares.

Tanto Nicaragua como Venezuela se muestran como herederos durante casi todo el siglo XX de un proceso de consolidación tanto en lo económico, como en lo político, como Estados periféricos (como toda América Latina) que al interior institucionalizan formas de dominación de clase y dominio territorial, que, frente a sociedades frágiles y ciudadanías de baja intensidad, concentran el poder en castas terratenientes, capitalistas y militares, cobijadas por poderes centrales. Ambos regímenes presentaron durante varias décadas previas al proceso incipiente de cambio democratizante, institucionalización política arraigada de tipo personalista, centralista, conservadora y autoritaria por parte de oligarquías locales. Si a principios del siglo XX había claras similitudes (predominio de lo rural, protagonismo de caudillos locales, economía de autoconsumo y limitada vinculación económica hacia el exterior), para poco antes de la mitad del siglo la realidad socioeconómica incide en el desarrollo político diferenciado posterior, aunque sin abandonar los rasgos comunes de varios países de la región: militarismo, personalización caudillista y limitada cultura de la legalidad.

Nicaragua, que durante buena parte del siglo XX permanece dentro del esquema de economía agrícola, industrialización limitada concentrada precisamente en lo alimentario, diversificó las elites locales a nivel local, las cuales en un esquema de negociación y respecto de las hegemonías territoriales y patrimonialista, lograron estabilidad cediendo autoridad al dictador como poder estructurante y apoyado por la propia intervención norteamericana como factor de mediación entre grupos. Esto configura una capacidad estatal débil donde las oligarquías generan espacios propios de autonomía que limita las estrategias de desarrollo desde el propio Estado y por lo tanto de condiciones sociales que pudieran apoyar a la creación de capacidades en la sociedad que después se manifestaran como participación popular. Esas condiciones económicas, políticas y sociales fueron el germen de la Revolución Sandinista de 1979, que tras su triunfo se abrió una incipiente posibilidad de democratización del régimen que duró solo 27 años hasta la llegada por las urnas en 2007 en un segundo mandato del líder revolucionario Daniel Ortega, quien ya había gobernado Nicaragua entre 1985 y 1990 (sumado a su periodo como Jefe de la Junta de Gobierno entre 1981 y 1984), para que desde esta segunda oportunidad permanezca hasta el momento en la presidencia de aquel país. La impronta caída de la incipiente democracia nicaragüense se debió a un capacidad estatal que no pudo hacer frente a los saldos sociales y económicos de la guerra, la orientación neoliberal de los gobiernos distintos a los encabezados por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), los cuales incrementaron las desigualdades de todo tipo, la persistencia de élites políticas conservadoras y religiosas que encrudecen la disputa territorial entre grupos que han impedido aun hoy la integración de redes de confianza societal autónoma. Entre 2008 y 2021 se han ido reduciendo los espacios para la autonomía societal y la aceptación de una pluralidad cada vez más reducida, hasta ser perseguida y encarcelada en la última elección presidencial.

La experiencia venezolana también nos muestra que se comparte por gran parte del siglo XX el carácter militarista, autoritario y de ciudadanía débil, pero el paulatino control y beneficio del Estado sobre la renta petrolera, alimentó un gobierno con importantes capacidades para el control. No obstante, a la vez, generó condiciones sociales que marcaron una senda de modernización y cierta democratización entre periodos discontinuos (1935-1958; 1970-1980) que aumentaron la integración de reses de confianza de clases trabajadores, sindicalizadas, del propio Estado que entró en crisis por el desgaste de gobiernos que favorecieron un modelo económico rentista de ciertas élites. Para la década de los noventa ya encarnaba en grandes franjas de la población un sentimiento de rechazo de esa élite política enraizada en los partidos tradicionales y aferrada a los espacios de poder de las distintas instituciones políticas de la débil democracia representativa. Esto llevó a estos grupos sociales a apoyar electoralmente el proyecto de Hugo Chávez en 1998 quien en esa ocasión se presentó como un outsider que prometía la renovación del orden sociopolítico de su país. Bajo el gobierno chavista se inició un proceso de integración de sectores sociales afines a su proyecto, y apoyado en la propia renta petrolera —con precios internacionales altos— avanzó en la configuración del régimen de alta capacidad no democrática, de rasgos personalistas y uso privilegiado de recursos de poder para evitar el avance de la oposición o repartir privilegios al ejército y a ciertos grupos económicos que apoyaran su proyecto. Si bien al principio se ubica un empoderamiento local, inclusión de sectores populares, se da un desplazamiento de los contrapesos institucionales, y una vez ocurrida la muerte de Chávez en 2013, se entra en una espiral de baja en los precios del petróleo en el orden internacional que ha afectado la legitimidad y efectividad del régimen basada en el intercambio clientelar. El régimen heredado por Nicolás Maduro optó por una estrategia continuada no solo de hegemonía política, sino de control de la organización electoral, asalto a la pluralidad en la asamblea legislativa a través del ataque y encarcelamiento de la oposición, así como descrédito y eliminación de quien pueda disputarle la elección al actual presidente.

Ambos gobiernos siguen legitimando su discurso y actuar en la idea de que su ‘progresismo’ es en favor de las clases populares, que la oposición encarga al mal del imperialismo, el neoliberalismo y la corrupción. Si bien tuvieron periodos de inclusión social, la crisis económica mundial, los precios de materias primas como el petróleo o los productos agrícolas no han posibilitado mantener el nivel de gasto burocrático y de programas sociales. La concentración de poder ha llevado a ser cada vez menos tolerantes a la crítica, el debate o el reclamo social y desde la oposición partidista. En aras de mantener una legitimidad de origen se mantiene la organización de procesos electorales, pero el escenario antes descripto pone en real peligro el mantenimiento de su posición de poder, por lo que han optado por la estrategia de radicalidad autoritaria, sin maquillaje, sin cortapisas, sin pudor.

 

Referencias

Applebaum, A. (2020). Twilight of Democracy. The Seductive Lure of Authoritarianism. USA. Random House.

Chaguaceda, A. (2020). La Otra Hegemonía. Autoritarismos y resistencias en Nicaragua y Venezuela. Columbia, EUA. Editorial Hypermedia.

Dagnino, E. Olvera, A. y Panfichi, A. (2006). La disputa por la construcción democrática en América Latina. México.Fondo de Cultura Económica, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Universidad Veracruzana.

Diamond, L. (2015). Facing Up to the Democratic Recession. Journal of Democracy, 26(1), 141-156. https://doi.org/10.1353/jod.2015.0009

Levitsky, S. y Ziblatt, D. (2018). How Democracies Die. Nueva York, Broadway Books & Penguin Random Hous.

O’Donell, G. (1994). Delegative Democracy. Journal of Democracy. Johns Hopkins University Press. Volume 5, Number 1, January. pp. 55-69.

Tilly, Ch. (1984). Big structures, large processes, huge comparisons. New York: Russell Sage Foundation

________ (2007). Democracy. New York: Cambridge University Press.

 

Referencias

[1]* Doctor en Investigación en Ciencias Sociales, mención en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede académica México. Profesor de la Universidad de Guanajuato. Correo: arcaldera@ugto.mx

[2] La categoría de proyectos políticos, propuesta por Dagnino, Olvera y Panfichi (2006, p. 35), remite al “conjunto de creencias, intereses, concepciones del mundo y representaciones de los que debe ser la vida en sociedad, que orienta la acción política de los diferentes sujetos dentro y fuera de contextos sociales y nacionales. Los proyectos constituyen construcciones simbólicas que mantienen relaciones cruciales con culturas políticas e ideologías particulares, expresadas en formatos organizativos y prácticas políticas diferenciadas, tanto potencialmente emancipadoras como dominantes”.

[3] Las democracias delegativas son regímenes donde las instituciones políticas formales que pretenden un ejercicio del poder controlado son menoscabadas en su desempeño cotidiano por las prácticas y reglas del juego informales en favor del jefe de Estado, quien asume centralidad y autonomía frente a los demás componentes del andamiaje institucional democrático. Se clasifica dentro de la familia democrática, porque se reconoce la legitimidad de origen del gobierno (la elección mayoritaria) y se sabe que este poder concentrado solo se ejerce temporalmente (hasta la próxima elección). Estos regímenes políticos por supuesto también dominan el espectro de gobiernos de tipo neoliberal en América Latina.