Por Hilda Landrove.
Hace cinco años -el 24 de febrero de 2919- se aprobó en Cuba una Reforma Constitucional que dio una apariencia más democrática a la Constitución hasta entonces vigente, de 1976. Se trata de un texto constitucional precedido de un debate nacional que refrendó como un documento popular al texto y fue aprobado vía referendo, con un resultado de 84.41 % de participación y una aprobación de 90.61 %. Del total del padrón electoral, un 86,85% votó positivamente, el 9% la rechazó y el 4,1% fueron votos en blanco o nulos. La aprobación fue inmediatamente presentada como una victoria de la revolución, que reivindicaba así, una vez más, uno de sus principales argumentos: el apoyo mayoritario de la población al régimen político.
Sin embargo, todo el proceso denotó irregularidades que fueron señaladas por organismos regionales e internacionales. La rapidez en la preparación del anteproyecto (solo dos meses), una discusión nacional formal que no permitió discusiones amplias sobre temas de medular importancia, falta de claridad en los mecanismos de recogida, sistematización, selección e incorporación de las opiniones derivadas de las consultas realizadas a nivel de barrio y en centros laborales y de estudio, y limitación de la participación de opositores o personas con opiniones desfavorables a la propuesta, entre otras. Es también importante destacar que la Reforma Constitucional de 2019 debe considerarse un evento fundamental en dos procesos que caracterizan el desarrollo de la esfera política en Cuba. El primero, la sostenida caída en los niveles de participación en los procesos electorales y de votación en los años recientes y el segundo, el uso de mecanismos de democracia directa al servicio de la preservación del régimen, algo tipificado para disímiles casos en los que justamente las irregularidades en la aplicación de referendos, consultas, plebiscitos y herramientas similares, evidencian la voluntad de torcer la participación directa de los ciudadanos al servicio de la agenda del poder autocrático.
La nueva Constitución reconocía una serie de derechos que la anterior no incluía; garantías judiciales como el hábeas corpus y la presunción de inocencia, la prohibición de la desaparición forzada, tortura y tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes; derecho a la propiedad privada, y prohibición de discriminación por razones de género, orientación sexual, identidad de género, origen étnico, y discapacidad, entre otras.
Estas inclusiones generaron expectativas sobre la posibilidad de utilizar la Carta Magna a favor de reclamos de derechos civiles. En particular, el texto constitucional reconocía el derecho a la manifestación de una manera que hacía pensar que había sido superada la limitación impuesta anteriormente por el Artículo 54 de la Constitución de 1976. Me referiré aquí fundamentalmente a este derecho, por la relevancia que tomó dos años después de la aprobación de la “nueva” Constitución, al ser ejercido de forma masiva en las manifestaciones del 11 de julio de 2021, y por la manera en que permite pensar y discutir el rol de la Constitución como herramienta para la lucha cívica.
En la Constitución de 1976 se establecía que “Los derechos de reunión, manifestación y asociación son ejercidos por los trabajadores, manuales e intelectuales, los campesinos, las mujeres, los estudiantes y demás sectores del pueblo trabajador, para lo cual disponen de los medios necesarios para tales fines. Las organizaciones de masas y sociales disponen de todas las facilidades para el desenvolvimiento de dichas actividades en las que sus miembros gozan de la más amplia libertad de palabra y opinión, basadas en el derecho irrestricto a la iniciativa y a la crítica.” Este artículo no hacía más que refrendar la limitación del artículo 62, según el cual los derechos a la libertad de expresión y asociación son restringidos a aquellos que actúen de conformidad con los objetivos del Estado socialista, subordinando un derecho universal a la ideología estatal.
En la reforma constitucional de 2019, el derecho a la manifestación está recogido en el Artículo 56, que establece que “los derechos de reunión, manifestación y asociación, con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado siempre que se ejerzan con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la Ley.”
Una lectura primera parece eliminar las condicionantes anteriores, sujetas a la pertenencia a las organizaciones de masas y remitirlas únicamente al orden público y las perceptivas de la Ley, y enunciarse desde una posición de reconocimiento de derechos universales. Este caso es emblemático de las tensiones que subyacen al texto constitucional y lo vuelven, a la larga, mayormente inútil para ser utilizado como herramienta de disputa política.
Por una parte, la interpretación de “orden público” es problemática. Aparece mencionado igualmente en el Artículo 45, al hablar de la limitación de los derechos (junto a los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, la propia Constitución y las leyes) y el Artículo 153, que remite al carácter público de las audiencias de los tribunales, con excepción de razones de “seguridad estatal, moralidad, orden público o el respeto a la persona agraviada por el delito o a sus familiares”.
En el artículo “A nadie se le permitirá perturbar el orden público y la tranquilidad ciudadana”, publicado en Granma, órgano oficial del PCC el 25 de octubre de 2022, se cita al Vicefiscal general de la República Marcos Caraballo de la Rosa, para una conceptualización de “orden público”: “un estado de paz, de tranquilidad, de coexistencia pacífica y segura, de relaciones interpersonales armoniosas, de respeto entre las personas y también, por supuesto, a la ley, a las disposiciones normativas y a las normas de convivencia social que regulan precisamente las relaciones interpersonales entre los individuos, y entre estos y el Estado”. La definición parece remitir únicamente a una interpretación pública, pero como suele suceder con frecuencia con este y otros términos similares -como seguridad ciudadana o bienestar colectivo- “orden público” tiene, en el contexto de un régimen politizado al extremo, una dependencia constitutiva de “orden político”, lo cual hace posible una lectura política del mismo. Se trata aquí por tanto de la tensión generada por la interpretación totalitaria de términos que remiten a la vida pública y pueden siempre -y lo son, en la práctica- ser utilizados para criminalizar la disidencia y la oposición a las políticas del Estado, encubriendo la motivación política en la acusación. Ese fue el caso, por citar un ejemplo, del periodista ciudadano Ángel Cuza, quien fue condenado el 7 de noviembre de 2023 a un año y medio de privación de libertad.
Otra tensión aparece al interior del propio texto constitucional en dos dimensiones diferentes. La primera dimensión -entre lo establecido en la Constitución y el marco legal que regula el ejercicio de los derechos reconocidos constitucionalmente- quedó claramente explicitada en la reacción estatal frente al intento de manifestación pacífica de noviembre de 2021. El 11 de julio del mismo año, manifestaciones que se extendieron por todo el país y reunieron miles de manifestantes, hicieron uso directo del derecho a la protesta. La Constitución de 2019 reconocía el derecho a la protesta, pero no había aún ninguna ley que regulara el ejercicio de tal derecho, y tal ley no existe hasta hoy ni está previsto que se discuta y apruebe antes de 2027. A despecho de la urgencia, marcada por la realidad misma, de establecer el marco jurídico que ampare el derecho a la protesta, la redacción, discusión y aprobación de tal ley ha sido pospuesta y en el último Cronograma Legislativo para el período 2023-2027 en su actualización de 12 de febrero de 2024, se encuentra ausente. Esto evidencia una reticencia a legislar sobre el derecho a la manifestación, a pesar de tratarse de una necesidad dictada por el hecho de que, pese a la severa represión a los manifestantes, las protestas públicas no han cesado de ocurrir desde 2021.
La ausencia parece responder a una estrategia política, si se considera por ejemplo la celeridad con la que fue aprobado el nuevo Código Penal, que aumenta la cantidad de causas por las que un ciudadano puede ser sometido a un proceso penal y las penas para delitos que, interpretados a través del prisma del Estado totalitario, pudieran poner en riesgo la estabilidad del régimen. En contraste con la aprobación de una legislación que judicializa claramente el ejercicio de los derechos civiles -como el propio Código Penal y la Ley de Comunicación-, aquellas leyes que pudieran contribuir a respaldar a la ciudadanía en su derecho inalienable de cuestionar e impugnar al Estado, han quedado rezagadas en el cronograma para su legislación.
La respuesta del Estado cubano a las manifestaciones no produjo una movilización del aparato legislativo hacia la regulación del derecho a la protesta -camino lógico a seguir de haber existido voluntad para solucionar de forma pacífica y negociada el conflicto creciente entre la sociedad cubana y el Estado en un contexto de crisis estructural. No solo no siguió el cauce deseable para tal conflicto, sino que recurrió a todo el arsenal jurídico disponible para procesar penalmente a los manifestantes, recurriendo a figuras como el desorden público, el desacato, la desobediencia, el vandalismo y la sedición para condenar a los manifestantes a penas excesivas y de carácter ejemplarizante en procesos amañados y sin apego a derecho. La interpretación de la manifestación pública como sedición es un ejemplo claro de cómo la Constitución y la Ley son utilizadas para criminalizar el ejercicio de los derechos civiles. Para ilustrar esta interpretación de la protesta social como delito, podemos remitirnos a los datos recabados por la organización Justicia 11J, los cuales arrojan que en los procesos penales contra manifestantes del 11J y las protestas que siguieron hasta mayo de 2024, 190 personas fueron acusadas de sedición y 619 personas de desórdenes públicas para, como resultado del proceso penal, concluir con 230 imputadas de sedición y 81 de desórdenes públicos.
La segunda tensión es la que aparece entre uno u otro artículo constitucional y sirve al gobierno cubano para restringir los derechos que la propia Constitución enuncia. Ella quedó en evidencia en la respuesta del gobierno cubano al intento de realizar una manifestación avisada y sustentada en el Artículo 56 de la Constitución. Al aviso de un grupo de organizadores que presentaron frente a las sedes de varias instancias municipales del Poder Popular la solicitud para realizar una marcha pacífica, se respondió apelando al artículo 45, el cual establece que “el ejercicio de los derechos de las personas solo está limitado por los derechos de los demás, la seguridad colectiva, el bienestar general, el respeto al orden público, a la Constitución y a las leyes”. A la decisión de realizar la marcha, a pesar de la negativa del gobierno, se respondió más tarde con una serie de dinámicas represivas, como la retención domiciliaria, la prisión preventiva y las amenazas a potenciales manifestantes fueron protagónicas. De forma muy transparente, el orden público, el bienestar general y la seguridad colectiva, sirven aquí para restringir un derecho. Lo que el Estado cubano interpreta a su conveniencia como violación de los derechos de un supuesto colectivo, es el intento de un grupo de ciudadanos de manifestarse pacíficamente. Este hecho explicitó muy claramente el límite de la utilización de la Constitución como herramienta al servicio de la ciudadanía.
Una dimensión final, que establece la propia Constitución y que enmarca todo lo que ella contiene, nos remite al año 2002 y la cláusula de irrevocabilidad del socialismo, añadida arbitrariamente al texto constitucional de 1976 frente al intento de un grupo de ciudadanos cubanos de proponer reformas que democratizaran el sistema político cubano. El Proyecto Varela, que contenía entre otras propuestas como el reconocimiento al derecho a la libertad de expresión y la formación de empresas privadas y cooperativas, recogió 11.200 firmas, poco más de las 10.000 requeridas para proponer proyectos ciudadanos a la Asamblea Nacional, y tuvo una gran repercusión nacional e internacional. Sin embargo, la respuesta ante tal demanda ciudadana fue la inclusión de una cláusula de irrevocabilidad del socialismo -y una represión que condujo a la cárcel a muchos activistas y opositores cubanos- que la reforma constitucional de 2019 recoge y convierte no sólo en una garantía de inmovilidad del sistema político sino en un arma que garantiza el uso de la violencia contra la propia sociedad cubana, si una parte de ella intenta cambiar el régimen político. El Artículo 4 declara abiertamente:
la defensa de la patria socialista es el más grande honor y el deber supremo de cada cubano. La traición a la patria es el más grave de los crímenes, quien la comete está sujeto a las más severas sanciones. El sistema socialista que refrenda esta Constitución es irrevocable. Los ciudadanos tienen el derecho de combatir por todos los medios, incluyendo la lucha armada, cuando no fuera posible otro recurso, contra cualquiera que intente derribar el orden político, social y económico establecido por esta Constitución.
Que tal orden político sea denominado en el Artículo Primero del texto constitucional como Estado socialista de derecho, no debería distraernos del hecho de que la “patria socialista” refrenda realmente el mantenimiento del status quo de la élite, a través del establecimiento de un poder explotador que se ha blindado sirviéndose de la ley pero también conserva el privilegio de violarla a su antojo, haciendo uso discrecional de los conceptos, las categorías y los principios constitucionales.
El uso del término “lucha armada” es, en el Artículo 4, una curiosa y también intimidante selección. En la historia de Cuba, la lucha armada se utiliza para referirse al período marcado por la insurrección contra la dictadura de Batista en 1959. Se trató por tanto de un levantamiento contra un régimen opresor. En el uso que se le da al Artículo 4, se utiliza más bien para referirse a la defensa de un régimen político. Algo así, o semejante, que volviera legítimo el uso de las armas para la defensa, estaría justificado en una situación de invasión armada o en general una situación de guerra. Sin embargo, a pesar de la retórica constante de la necesidad de defenderse del llamado “enemigo histórico de la Revolución”, o sea Estados Unidos, un escenario de defensa ante un enemigo externo no parece ser relevante en el Artículo 4.
El escenario que dibuja es uno que, por la permisividad en el uso de la violencia, sin ser uno de ataque enemigo u otra forma de guerra, puede referirse a una situación interna, o sea a un levantamiento cívico. Es importante considerar que Cuba no es un país donde haya armas en manos de la población; todas están en manos del Ejército y el Ministerio del Interior, lo cual implica que un escenario de levantamiento cívico no tendría oportunidad alguna de recurrir a la lucha armada, a menos que los defensores de la patria socialista fueran los miembros de las Fuerzas Armadas, lo cual correspondería en la práctica con un escenario de represión de los cuerpos uniformados del Estado contra una población desarmada.
Tanto el tema del acceso limitado a las armas como el del “derecho a la defensa” de la patria socialista, fueron probados en la práctica el 11 de julio de 2021 cuando ocurrieron las manifestaciones más grandes del país desde 1959. El conocido llamado del presidente Miguel Díaz Canel, que convocaba “a la calle los revolucionarios” -viejo tropo que ha garantizado en Cuba el monopolio estatal del espacio público-, presentaba las manifestaciones como un golpe enemigo que se servía de mercenarios en el interior del país y dividía en dos categorías a la población cubana: los manifestantes contra revolucionarios, definidos así por el hecho mismo de estarse manifestando, y los revolucionarios, llamados a la defensa de la patria. En la práctica, se trataba de un llamado, realizado desde la presidencia del país, a un enfrentamiento civil.
El problema de las armas fue resuelto justamente a través de la convocatoria a los revolucionarios; personas civiles y no fuerzas represivas del Estado. Aunque hubo represión por parte de la policía y el Ejército, que se saldó con la muerte de un manifestante, lo distintivo del resultado de la convocatoria a enfrentar a los supuestos contra revolucionarios en las calles fue el hecho de que el enfrentamiento no implicó el uso de armas de fuego. Varios reportes, testimonios e imágenes de las jornadas de los días 11 y 12, muestran, sin embargo, que las brigadas movilizadas para tal fin fueron armadas con palos. El uso de palos y otros objetos para golpear, pero no armas de fuego, impediría leer la situación como represión directa, al menos la parte del enfrentamiento entre civiles.
Esta estrategia de enfrentamientos de civiles tiene una larga tradición dentro de las dinámicas políticas del régimen cubano el cual, después de los primeros momentos, se ha valido de la movilización de sus simpatizantes contra los que ve como potenciales peligros para el dominio estatal. De forma paradigmática, eso fueron los actos de repudio de la primera parte de la década de 1980 frente a quienes decidieron abandonar el país, o los que se siguen haciendo hasta hoy contra opositores políticos y que tuvieron una especie de revival en el período posterior a noviembre de 2020. El enfrentamiento entre civiles fue también relevante en la década de 1990, en otro momento de profunda crisis que tambaleó el sistema político. En esa década fueron creadas las denominadas “brigadas de respuesta rápida”, agrupaciones barriales cuya función era justamente enfrentar las manifestaciones de inconformidad de activistas, opositores y disidentes.
Esta lógica de enfrentamiento civil que emergió en las palabras de Miguel Díaz Canel el 11 de julio, no constituye por tanto una acción aislada. Es más bien un episodio que evidencia la lógica constitutiva del diseño totalitario del régimen político cubano. Cuando la situación se vuelve crítica, la “solución” consiste en enfrentar a una porción de la población contra otra. Esta dinámica, con manifestaciones consistentes y sistemáticas durante el tiempo de existencia del régimen político actual, además de la redacción misma del Artículo 4, hace posible pensar que se trata de una declaración que blinda y excusa al Estado cubano frente al uso de la fuerza, declarando que el enfrentamiento civil es un escenario plausible en cual la violencia está permitida, incluso si tal violencia llegara al nivel de poder describirse como “lucha armada”. Considerando los antecedentes, y la manifestación concreta de un escenario semejante el 11 de julio de 2021, el Artículo 4 de la Constitución de 2019 puede ser leído como una amenaza, un aviso de lo que sucederá a quienes se atrevan a cuestionar la pretendida irrevocabilidad del socialismo cubano. En una sintaxis típicamente totalitaria, la irrevocabilidad del socialismo se garantiza a través de la imposición de la violencia legitimada por el aparato del Estado.
Este Artículo es además el límite final, la extensión máxima de la liga que representa las tensiones internas y externas del texto constitucional. Frente a él, cualquier cosa que no convenga al gobierno en el poder puede ser entendida como un ataque contra el socialismo y, por tanto, como objeto de ataque bajo el argumento del derecho a la defensa. La alusión a la legitimidad de la violencia -armada, no es un detalle menor- revela que el deseo estatal de conservar el socialismo -y entiéndase con ello su propia posición de poder frente a una sociedad vilipendiada y a estas alturas también hambreada y expoliada- tiene una dimensión de guerra abierta contra el creciente segmento de la sociedad cubana que vislumbra que la única salida a la insoportable situación actual es justamente la superación del régimen político “socialista de derecho”, cualquier cosa que eso signifique. En un extraño desarrollo de los sucesos, la reforma constitucional de 2019, se las arregló para prometer derechos que no han sido legislados de forma que den una real oportunidad a la ciudadanía y además recordarnos que, cualquiera que se atreva a desafiar el orden impuesto, tendrá que enfrentar la represión y la violencia.
En la práctica, el ejercicio arbitrario de la violencia en Cuba no ha requerido nunca de un marco regulatorio; es justamente esa arbitrariedad, y la interpretación siempre discrecional de la Ley, la que ha permitido la instauración del terror como forma fundamental de la relación del Estado con la sociedad civil cubana. Ello significa que la “lucha armada” del aparato represivo contra el segmento ciudadano que se levante contra el régimen, no requiere de su declaración constitucional. Y sin embargo está ahí, para contraponer a cualquier deseo de cambio, recordando cuál es el horizonte final de la violencia del Estado totalitario. Las innumerables iniciativas para la transformación de la sociedad cubana, lidian cotidianamente con esa amenaza, aunque incluso ese límite deba ser empujado y de hecho lo sea, apelando a las grietas que la propia Constitución permite para situarse en ellas como posición de disputa.
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