En el pasado y aún en la actualidad, en variadas ocasiones y desde múltiples perspectivas hemos recurrido al ejercicio de intentar analizar y comprender la cotidianidad política y social que se vive en países latinoamericanos donde no prevalecen los modelos democráticos y republicanos a los que muchos estamos acostumbrados. Sin embargo, las conclusiones no llegan simplemente por aditamento, sino que aquel ejercicio requiere adentrarse en las circunstancias políticas y económicas y el momento histórico que se transita para entender por qué en algunos países no funciona ni existe mucho menos, lo que en otros sí.
En ese sentido, las comparaciones que pueden surgir son innumerables, y puede que resulten justas o totalmente tendenciosas. Lo cierto es que algunos Estados de la región parecen poseer un factor en común y avanzan en sintonía, en lo referente a la mejora de la calidad institucional y en la creación de nuevos canales de comunicación e interacción con la sociedad civil; mientras que existen otros, que parecen ir hacia el lado contrario y recaer en prácticas autoritarias que persiguen y limitan la iniciativa social.
Cuba evoca un caso particular en lo referente, puesto que desde que el régimen comunista se instaló en la isla hace más de 50 años, existe una doble conducta y perspectiva en torno a los movimientos y organizaciones sociales, cualquiera fuera su consigna o finalidad. Por un lado, desde los inicios del castrismo, los revolucionarios observaron que sus propósitos totalitarios necesariamente exigían desalentar y debilitar a la sociedad civil y los movimientos incipientes. En el otro extremo, quienes integran la cúpula política cubana en un intento por no quedarse fuera de lo que los nuevos tiempos exigen, han ido destrabando y habilitando la posibilidad de crear agrupaciones con fines recreativos o religiosos. En 1992, la Constitución Socialista modificó la religión oficial del Estado de “Atea” a “Laica”, lo que permitió al pueblo cubano e incluso a miembros del régimen a realizar prácticas de fe.
No obstante, esta flexibilización no se materializa cuando las organizaciones se conforman con el fin de perseguir conjuntamente objetivos de tipo político o ideológico. En el artículo Nº 7 de la Constitución se establece: “El Estado socialista cubano reconoce, protege y estimula a las organizaciones sociales y de masas, como la Central de Trabajadores de Cuba, que comprende en sus filas a la clase fundamental de nuestra sociedad, los Comités de Defensa de la Revolución, la Federación de Mujeres Cubanas, la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, la Federación Estudiantil Universitaria […] que incorporan a las tareas de la edificación, consolidación y defensa de la sociedad socialista.” Esto pone en evidencia que la actividad, agenda y razón de las ONG’s debe ser no más que una simple extensión del brazo estatal y sus propios intereses.
A aquello, debemos agregar que gran parte de las Organizaciones y Centros de pensamiento existentes en la Isla son dirigidos por integrantes de la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP), e incluso algunos forman parte de la alta dirección del Gobierno y el Partido Comunista. Este hecho, dificulta una escala más a la conformación de Organizaciones plenamente independientes y auto gestionados, ya que la “Ley de Asociaciones” vigente dicta lo siguiente en el Artículo Nº 8, inciso D) “El Ministerio de Justicia denegará la solicitud para constituir una asociación, en los casos siguientes”: “Cuando aparezca inscripta otra con idénticos o similares objetivos o denominación a la que se pretende constituir.”
¿Qué es lo que pretende el régimen cubano? Las posibles respuestas sólo allanan el ánimo ciudadano de poder contribuir de manera autónoma y transversal en el ámbito público a través de ONG’s y agrupaciones civiles, puesto que el Gobierno sólo ofrece posibilidades remotas a la población en éste sentido. Los laberinticos trámites y aprobaciones que deben obtenerse para dar vida a una organización, no conllevan ninguna sorpresa al descubrir la cantidad mínima de Organizaciones que legalmente operan en el país.
Con respecto a las pocas organizaciones ya vigentes, paradójicamente aún contando con el privilegio de poder tan sólo existir en el plano social y político, su actividad se haya deteriorada y sin nuevas perspectivas que promuevan la generación de proyectos útiles para las comunidades.
Mientras alrededor del mundo se multiplican de manera exponencial día a día las entidades no gubernamentales que recogen las necesidades de sociedades cada vez más pujantes e informadas, en la pequeña isla caribeña, aún no se logra trazar planes de apoyo y contención a mujeres víctimas de violencia de género o jóvenes con problemas de drogadicción que provengan de fuentes solidarias y externas al régimen, por el excesivo y desgastante control que se ejerce sobre cada iniciativa ciudadana.
El saldo final de todo esto, es una sociedad aplacada frente a un Estado que se percibe gigantesco e impenetrable. Entonces, ¿Qué les queda a los ciudadanos cuando van perdiendo cada vez más su sentido participativo, cooperativo y crítico? Un escenario al que no debemos estar nunca dispuestos a llegar.