Hoy cumplo, al igual que muchos de los que leen este artículo, el primer mes de aislamiento social preventivo y obligatorio. Una instancia en la que tuve que redefinir parámetros que creía resueltos, que van desde cuestiones tan simples como la interrelación social, los hábitos de trabajo y la definición de seguridad, hasta la administración de una economía familiar en tiempos de crisis, condicionada especialmente por el estancamiento total. Circunstancias atravesadas por la lucha diaria ante la infodemia en pos de cuidar la salud mental en el encierro y la incertidumbre. Esta nueva y difícil realidad determinará los tiempos que vendrán coartando estrictamente los procesos e impactos sociales que creíamos medidos y normalizados.
El panorama de lo que se avecina no estaría completo si no se analizan las herramientas y principales condicionantes que tenemos a la hora de librar esta odisea. Entre ellas, encontramos un Estado macrocefálico (de dimensiones tan grandes como sus fallas estructurales) administrado por una sociedad adicta a la inmediatez y a los procesos cíclicos para determinar la diagramación, ejecución y gestión de políticas públicas que determinan el presente y, sobre todo, el futuro de nuestro país. En resumen, tiempo y cultura.
Argentina se enfrenta, entonces, a cuatro desafíos que deben ser atendidos, sin reparos, de manera simultánea: sanitario, político, económico y social. Dije Argentina, sí. No Estado, no Gobierno, no Sociedad. Argentina, toda.
Hace tan solo unos pocos meses discutíamos seriamente, pero no por eso con menos superficialidad, los alcances de las políticas de la salud de Argentina. Recuerdo, como si hubiese sido hace años, la disyuntiva entre “Ministerio sí” o “Ministerio no”.
El Covid-19 nos enfrentó ante el espejo de nuestra propia realidad. El sistema de salud argentino es más endeble de lo que nosotros creíamos y esto nada tiene que ver con la calidad de sus profesionales o de los establecimientos que lo componen. Más bien tiende a cómo se ejecuta la administración de los recursos que son inyectados en el sistema.
Cuando arribó a la Argentina, el virus se encontró ante un panorama en el que los profesionales de la salud estaban mal pagados y sobre exigidos en hospitales con insumos médicos y recursos humanos escasos. Especialmente en el interior del país, ahí “del otro lado de la General Paz” como dice el dicho argentino. Esto sin contar el panorama en investigación. En definitiva, un sistema movido por la fuerza de la vocación más que por la influencia de la gestión. Ni más, ni menos.
Sumado a este contexto, el responsable máximo del área, ministro Ginés González García, se encerró en un vaivén de opiniones y contradicciones que no hicieron más que retrasar la ejecución de medidas para prevenir la pandemia inminente. A finales de enero afirmaba que “no hay ninguna posibilidad de que exista coronavirus en Argentina”, mientras que, siete días después, la OMS emitía una declaración que constituía al brote del nuevo coronavirus como una “emergencia de salud pública de importancia internacional (ESPPII)”. A pesar de esto, casi un mes después y con la confirmación de sesenta y siete casos y un muerto en Argentina, declaró “yo no creía que el Coronavirus iba a llegar tan rápido, nos sorprendió”.
Esto puede ser analizado desde distintas perspectivas. La más inobjetable, la subestimación. Sin ánimos de autoproclamarme estadista y analizando esto desde el sentido común, pienso que habría sido necesario un enfoque mucho más responsable de la situación. Febrero debió ser el mes del análisis de carencias, definición de recursos y establecimiento de prioridades para mitigar el impacto de la infección. El diario del lunes nos demuestra que eso no pasó, o al menos no se realizó de manera óptima. El claro ejemplo de ello es el poco abastecimiento de reactivos necesarios para garantizar el testeo de casos o el recuento y distribución total de camas hospitalarias con acceso a respiradores para contener la situación.
A partir del análisis de esta realidad y tomando como lección los grandes ejemplos de Italia, España y China, se decretó, con buen tino, el aislamiento social preventivo y obligatorio. Su duración estimada inicialmente fue de 15 días. Hoy sería más acertado calificarlo de tiempo «indeterminado».
Es el estado de cuarentena mediante el cual se suspendió el ingreso y circulación de personas en todo el territorio nacional con el objetivo de aplanar la curva de contagios y mitigar el ingreso de estos al sistema de salud nacional, evitando así, una saturación del mismo. Una medida que se realizó en simultáneo a la de testeos (de forma limitada por la enorme demanda internacional), la puesta a punto de hospitales y creación de puestos móviles de salud, entre otras cosas. Durante el transcurso de la medida, se pueden medir diferentes consecuencias de su impacto.
En clave política y de administración gubernamental, se vio reflejado en el Sistema el pliego de conciencia colectiva de la clase política a través del «hiper-ejecutivismo». Un proceso mediante el cual los mandatarios provinciales y municipales buscaron implementar medidas de contención que rozan la inconstitucionalidad. Se produjo un efecto de secularización total de la gestión en el que los ejecutivos viraron su gestión hacía caracteres paternalistas y, muchas veces, autoritarios para ejecutar acciones de contención de crisis. Se sortearon, también, los mecanismos constitucionales (como el freno y contrapeso legislativo) característicos de nuestro sistema republicano.
Todo esto se puede resumir en una sola afirmación: no hay nadie más consciente, incluso más que el presidente de la Nación, de las fortalezas y debilidades de su Sistema que el propio Gobernador o Intendente que, en muchos casos, ya lleva varios mandatos en el poder.
Los ejecutivos se volvieron permeables a la opinión pública y aceptados por la gran mayoría de la sociedad. ¿Cómo se llegó a la aceptación social de tales medidas? Pienso que se debe al paso de la invulnerabilidad a la fragilidad. Haciendo una analogía al pensamiento de Erich Fromm, es posible que el miedo pueda más que la libertad y que, debido a eso, seamos capaces de sacrificar una parte de ella en pos de la autopreservación. Un terreno fértil para los autoritarismos. Una cosa es cierta, los argentinos solemos acostumbrarnos tanto a algunas anormalidades que hasta dejamos de notarlas, las naturalizamos como parte del paisaje. Como, por ejemplo, la feudalidad de los estados provinciales del norte o la forma de gobierno de los municipios del conurbano bonaerense. Todas características de la administración fallida de un Estado que no se termina (o se teme) de dimensionar, aún en tiempos de crisis.
Volviendo al eje, quiero enfocarme en el rol actual del presidente. Alberto Fernández cumplió sus primeros cien días de gestión en este escenario. De una manera acelerada pasó de ser el “títere de Cristina Fernández de Kirchner” a ser enarbolado como él “Comandante de esta batalla” por los principales líderes de la oposición que, en su mayoría, se mostraron proactivos y colaborativos para poder sortear la crisis.
La mutación de Fernández se aceleró, incluso más, durante el proceso de cuarentena. Especialmente en su comunicación y gestión de crisis, que en un principio se mostraba clara, dialoguista, tranquilizadora, transversalmente responsable y respaldada por la comunidad científica sanitaria, los líderes de la oposición y los medios de comunicación. Pero, con el transcurso de las semanas y no por menor casualidad, el aumento de la imagen positiva de la gestión y el florecimiento de presiones de los sectores más duros del kirchnerismo, su posición fue virando a un tono más maniqueísta reforzando el concepto de la grieta argentina. Un viejo vicio kirchnerista, a mi entender.
Ejemplo de esto es la confrontación con el sector privado, el principal afectado en términos económicos por el estado de cuarentena total. El punto de inflexión de esta situación fue el mensaje en el que el presidente tildó, argumentando una postura del Papa, de “miserables” a los empresarios que redujeron su personal y el discurso oficial emitido para comunicar los nuevos alcances de la cuarentena en donde nuevamente arremetió contra ellos. Estos actos fueron desafortunados en su ejecución. Hasta ese momento, los canales de cooperación estaban funcionando medianamente, los mensajes de grieta estaban silenciados y el acompañamiento de la gente a la situación era firme. La clase política estaba dando el ejemplo (la mayoría al menos).
En un contexto de recesión, crisis internacional, una presión tributaria extremadamente alta y una creciente incertidumbre económica, el agitamiento del avispero contra los privados causó un revuelo en la opinión pública. Si bien es cierto que el mensaje iba direccionado a Paolo Rocca, dueño del grupo TECHINT, se percibió como un ataque directo al sector en general. Este sector es uno de los actores más dinámico de la argentina y en donde, en la actualidad, recae el costo del impacto de las medidas de contención del virus y, en el futuro, gran parte de la superación de la crisis.
En la situación en donde la población argentina se encuentra, colaborando desde el encierro, debido en gran parte a la histórica mala administración del Estado, y en donde los esfuerzos mancomunados chocan con la información incierta y la poca percepción de realización de testeos, se percibió el golpe. Sectores sociales a los que oficialismo, a través de sus adeptos, cree que, por haber ejecutado medidas para mitigar el impacto de la crisis económica (que abarcan casi un 3% del PBI), puede aleccionar. Es en este punto en donde se acudió al planteo dicotómico entre “Economía o salud”. En el que el presidente prefirió sacrificar la economía en pos de la preservación de la vida. Un planteo falso, ya que, son aspectos no excluyentes. Un vericueto comunicacional para anular la demanda de medidas post pandemia tildándolas de “anti salud” en un punto en donde son necesarias para vislumbrar y construir el nuevo panorama que vendrá.
La realidad es que el devenir de los acontecimientos nos encontrará a los argentinos saliendo de la cuarentena con un programa económico que aún no conocemos (tampoco lo conocíamos antes de la pandemia), un 45% de trabajadores informales inactivos durante el proceso de contención del virus, el índice de pobreza casi en un 40%, una rotunda caída del PBI, el estancamiento y quiebre de las PyMES, la imposibilidad de cumplir con los pagos, y una creciente caída del crédito internacional; un default técnico latente. Todo esto, sumado a la crisis y recesión internacional que, día a día, se profundiza aún más.
Como si el infortunio fuera poco, en la misma semana el presidente resaltó la figura del controvertido (por su asociación a la corrupción) dirigente sindical Hugo Moyano, afirmándolo como “un ejemplo” del modelo gremial. Hecho rotundamente condenado por la sociedad. En paralelo, en la opinión pública escaló la presión por la rebaja de los salarios de la clase política en medio de crisis. Medida que se vio aplicada en distintos estamentos de los ejecutivos y legislativos provinciales y municipales, pero no así en lo que respecta al ejecutivo nacional. Este conjunto de hechos desafortunados concluyó en la fallida y peligrosa estampida de jubilados para el cobro de los haberes jubilatorios en medio de las restricciones del coronavirus. Una escena dantesca en la que los principales miembros de la población de riesgo tuvieron la peligrosa e imperiosa necesidad de salir a la calle a causa de la negligencia que el Gobierno tuvo para administrar la situación con los bancos y los gremios.
Uno puede enarbolar una postura ante esta situación, Alberto Fernández se enfrenta a un desafío interno: el alcance de sus capacidades. Pienso que es necesaria una autoconcientización para lograr administrar un Estado anémico enfrentando a un enemigo invisible en medio de una crisis económica y sanitaria. Lograr un equilibrio entre la demandante validación política interna, el afianzamiento natural del gobernante en situación de crisis y la preparación para la posterior recesión económica. Para eso es necesario un plan que, en la actualidad, no encuentra certezas.
No existe una salida mágica de esta crisis, tampoco un camino marcado. La excepcionalidad de la misma nos brinda, paradójicamente, una oportunidad para redefinir nuestro contrato social y la forma en la que percibimos la administración del Estado. La clase dirigente debe trabajar los consensos para reparar la salud democrática y republicana del Estado argentino. Es necesario avanzar hacia la concepción de un Estado en donde fortaleza no signifique estatización sino colaboración. Donde el mercado no sea un enemigo y el pueblo el último orejón del tarro.
Tenemos la oportunidad de replantear políticas públicas que determinen la transformación de nuestro sistema de salud y educación, con todo lo que eso implica.
El Covid – 19 nos encontró en el continente más desigual del mundo democratizando con golpe de muerte la conciencia social.
Nos obliga a redefinir nuestros mecanismos de colaboración, de unidad, de solidaridad. Nos lleva a replantear nuestras relaciones interpersonales, nuestra manera de concebir la cercanía y, por ende, la manera de constituir la política.
Soy uno de los que sostiene que el mundo que conocíamos quedará en el pasado y no por eso sea algo malo. Esta pandemia constituye, tal vez, el más importante desafío de nuestra época para quienes hacemos política. Es una realidad que nos interpela, nos lleva a tomar la decisión de que, si queremos estar a la altura de las circunstancias, debemos organizarnos, constituir liderazgos cooperativos y trabajar con unidad de acción y voluntad para salir adelante como sociedad.