33 países tiene la región de América latina y el Caribe, y ninguna presidenta. Una enorme red flag está ante nuestros ojos, si reuniéramos los representantes de nuestros países no habría ni una mujer en la foto. Pero el problema viene mucho antes de la foto.
“Más mujeres, mejor democracia” escuchamos a veces, esta afirmación es cierta, lo que hace falta es pasar del slogan a la acción. Estamos cansadas de la hipocresía, del postureo, de los slogans propuestos por armadores de redes sociales y comunicadores que buscan acomodar a su político sobre una lucha que no respetan ni les pertenece.
Las mujeres somos la mitad de la población, si estamos excluidas de la dirigencia política y de los espacios de toma de decisiones (partidarios y en el Estado) se está discriminando a todo un sector de la población que no tiene voz ni voto en el tratamiento de los asuntos públicos.
La lucha histórica de las mujeres que nos precedieron permite que hoy en día contemos con más derechos, esto también es cierto. En algunos casos tenemos paridad, en otros tenemos cuotas, tenemos leyes que nos protegen de la violencia de género (protección aún pendiente en algunos países, como en Cuba, por ejemplo). Pero esas formalidades aún no han llegado a transformar culturalmente a la sociedad.
Todavía los que deciden quién, cómo y dónde se hace la política son los hombres. “No es algo que me inquiete lo que vos creas” publicó alguna vez en Twitter el presidente argentino Alberto Fernández respondiendo a una usuaria que lo interpeló, una gran demostración de lo que piensa la generalidad de la dirigencia política de nuestros países. Los partidos políticos expulsan, como mecanismo de defensa del status quo, a las mujeres.
Más allá de la paridad, las mujeres no hemos entrado completamente aún a los centros de decisión, a los “círculos rojos”, a la “rosca”. La negociación de lugares en las listas de candidaturas, en el acceso a cargos en el Estado o la decisión de quiénes representan públicamente a los partidos políticos, entre otras cosas, les pertenece aun a los hombres. Esta es una de las barreras más difíciles de romper, la de las instituciones informales que organizan el mundo político, que pueden estar más o menos expuestas, pero allí están y permanecen.
Además de esta gran barrera tenemos otras. Involucramos en este punto a diferentes desigualdades estructurales que afectan a que podamos llevar adelante una participación política en plenitud.
Al recaer principalmente sobre las mujeres, la distribución inequitativa de las tareas de cuidado constituye una cristalización de desigualdades y de relaciones jerárquicas y patriarcales. Los hombres en política no se ven interpelados de la misma forma que las mujeres al enfocarse en su actividad en el partido político o en el Estado. La sociedad no los juzga con la misma fuerza, por ejemplo, al emprender varios días de viaje en una campaña, mantener reuniones en horarios nocturnos o largas jornadas de trabajo.
En otro sentido, la falta de autonomía económica es otro impedimento a nuestra participación en igualdad de condiciones. Ser mujer y no contar con recursos económicos suficientes, es una barrera más a la hora de buscar emprender un camino político. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha registrado[1] que la brecha salarial a nivel global es de un 23% en desventaja para las mujeres. La feminización de la pobreza es un problema real y hasta no alcanzar niveles igualitarios de ingreso no podremos desenvolvernos en la sociedad –y, por lo tanto, en la política- con posibilidades reales de ocupar más espacios.
El rol del Estado, al momento de trabajar para eliminar estas desigualdades, es esencial. El Estado debe ser inexorablemente un aliado de la lucha feminista. No simplemente por levantar una bandera, por un progresismo simulado, por corrección política o por buscarse la simpatía de ciertos sectores de la sociedad, sino porque eliminar desigualdades beneficia a la sociedad toda.
Los casos de gobiernos y Estados que simulan defender los derechos de las mujeres en la retórica pero que no impactan con políticas públicas con perspectiva de género en el terreno son más de lo que quisiéramos, pero existen. Retomo aquí el ejemplo cubano, uno de los pocos países latinoamericanos con paridad numérica en su Asamblea Nacional pero que, sin embargo, deja desprotegidas a las mujeres al no tener herramientas de sanción a la violencia de género ni estadísticas que permitan medirla.
En este sentido, también es válido recalcar que la defensa de los derechos de las mujeres no es una cuestión partidaria ni ideológica, es transversal a los partidos políticos. La conquista de derechos se ha producido fundamentalmente por el acompañamiento mutuo de mujeres de diferentes partidos y orientaciones ideológicas para generar acuerdos y consensos superadores. Es a la vez otra forma de hacer política, quizás despojada de algunos manejos espurios, que se arreglan en las sombras y entre grupos designados. La de los liderazgos de mujeres es, tal vez, una forma más democrática de ejercer el poder.
Sobre este punto, es apropiado mencionar la importancia de contar con una representación de mujeres sea feminista. Mujeres que tras haber conquistado un espacio de poder o de representación, ejerzan su actividad en esos lugares desde una perspectiva de género. La paridad, las cuotas y las medidas de discriminación positiva poco tienen de útil si no las aprovechamos para ampliar las conquistas.
Las mujeres que se incorporan a la actividad política y que, a pesar de cada barrera, cada techo de cristal, cada suelo pegajoso, logran adquirir relevancia tienen la responsabilidad –como si ya todo esto no fuera suficiente carga- de tratar de abrir las puertas a otras mujeres. Esa actitud sorora es la que nos permite cada día avanzar un poco más, el hecho de comprender que si llegó una, luego esa le brinde espacio a una más y esa a otra más. Dando inicio a una especie de cadena de sororidad.
La carga es muchísima, no solo debemos ser buenas profesionales, destacarnos más que los hombres en busca de quizás los mismos lugares en los partidos políticos y en la sociedad en general. No solo debemos ser lo suficientemente correctas para evitar que nos cataloguen de histéricas, locas o autoritarias. No solo debemos encargarnos de las tareas de cuidado. No solo debemos cargar con desigualdades estructurales, recibir salarios menores a los de los hombres por la misma actividad. No solo… tantas cosas, sino que también, a todo esto se le suma que cada día de nuestras vidas debemos esperar por volver sanas y salvas a nuestras casas.
Las consignas son muchas y no hay una forma perfecta de ser feminista, pero hay una afirmación que sin dudas no se equivoca: Para nosotras, el #8M es una lucha de todos los días.
Referencias
[1] “Una remuneración igual por trabajo de igual valor”, ONU. Disponible en https://www.unwomen.org/es/news/in-focus/csw61/equal-pay
Por Valentina Cuevas. Licenciada en Relaciones Internacionales, Coordinadora del Observatorio de Mujeres y Política de Transparencia Electoral y de Programas de Promoción Democrática en DemoAmlat.