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Crisis de la Democracia: una lectura desde América Latina

¿Cuáles son las debilidades de la democracia? ¿Cómo se conjugan reclamos e intereses divergentes con la gobernanza? Garantizar la convivencia y resolución pacífica de conflictos entre grupos diversos e individuos desiguales sin afectar la libertad constituye el desafío actual para el sistema democrático y su supervivencia.

Hace dos años el prestigioso politólogo Adam Przeworski publicó Crisis of Democracy (Cambridge University Press, 2019), una nueva obra que da continuidad a su prolongado historial de análisis teórico e histórico sobre el fenómeno democrático. Este artículo no pretende ser una traducción literal del libro, sino una recuperación de aquellas tesis que explican las crisis de regímenes (aún) democráticos de todo el mundo, con el objetivo de animar la reflexión cívica.

Las amenazas actuales a la democracia, nos dice Przeworski, no son sólo políticas: remiten también a condiciones económicas, sociales y culturales. En una coyuntura de crisis democrática, la pérdida de confianza en las instituciones se extiende a todos los ámbitos: a los medios de comunicación, a las corporaciones privadas, a los valores y cultura comunitarios. En la actualidad, las causas del descontento democrático global son sistémicas, profundas, y no se aliviarán por eventos aislados, como unas elecciones o un cambio de agenda gubernamental.

La principal amenaza a las democracias hoy existentes es la erosión gradual, casi imperceptible, de las instituciones y de las normas vigentes. Se trata de una subversión sigilosa, mediante el uso de los mecanismos legales existentes en regímenes democráticos, para fines totalmente antidemocráticos. Situación esta que nos provoca inquietantes preguntas: ¿qué sucede cuando un Gobierno aún democrático falla a las expectativas de los ciudadanos que votaron por ellos? ¿Qué ocurre después de las elecciones? ¿Qué alternativas se presentan?

Los autores tuvimos la oportunidad de escuchar e intercambiar (virtualmente) con el autor, en varios momentos y foros, durante el último año pandémico. Así, queremos invitar al lector a reflexionar sobre cada uno de los problemas identificados por el profesor Przeworski para que lo contrasten con lo que vivimos diariamente en América Latina. La conclusión sobre si asistimos o no a una crisis de las democracias latinoamericanas, según al enfoque de la obra, la tendrá usted cuando conteste en su mente la recurrente pregunta: ¿sucede esto hoy aquí?

¿Qué y para qué la democracia?

La vigencia y calidad de la democracia es cuestionada —y entra en crisis— cuando algunas características que consideramos rasgos suyos no existen: elecciones competitivas, derechos liberales de expresión y asociación, el Estado de derecho. Normalmente, tanto más abarcador sea nuestro concepto de democracia, más oportunidades se abren para que un mal desempeño en una de sus dimensiones afecte nuestra valoración sobre el estado de aquella. Cuantas más características —“electoral”, “liberal”, “constitucional”, “representativo”, “social”— añadamos a la definición de democracia, más larga será la lista de verificación y más crisis descubriremos.

La visión “mínima” y “electoralista de la democracia” que propone Przeworski la presenta como un arreglo político en el que la ciudadanía selecciona Gobiernos a través de elecciones y que ofrece una posibilidad razonable de eliminar a aquellos que no les gustan. La democracia es, simplemente, un sistema en el que los titulares pierden las elecciones y se van. Lo único seguro en la democracia es que la oportunidad de ejercer el poder por un político es limitada y finita.

Un malentendido generalizado —y a menudo una crítica radical— de la forma en que funciona la democracia es que las elecciones no ofrecen opción. Sin embargo, el hecho de que a los individuos se les ofrezcan limitadas opciones el día de las elecciones no significa que el pueblo como colectividad no elija. En tanto en una democracia de masas —en especial ahora que se desdibujan viejos perfiles de clase e ideología que influyen en el voto— los partidos proponen en las elecciones aquello que creen los hará ganar; ello supone que procurarán atender de cierta manera asuntos que a la mayoría de la gente le importan. En ese marco, las plataformas electorales tienden a coincidir y solo divergen en la medida en que los partidos no estén seguros de las preferencias individuales. Entonces, si la mayoría o la pluralidad de votantes quisieran algo diferente, los partidos ofrecerían algo distinto. Por lo que, bajo el modelo democrático actual, las personas como colectividad eligen; incluso si los individuos tienen opciones limitadas cuando emiten su voto.

Otra fuente de insatisfacción de la democracia, relacionada con la anterior, es que en las elecciones ningún individuo decide nada, creando un sentimiento de ineficacia. Przeworski señala que incluso si la gente aprecia las elecciones como un mecanismo de toma de decisiones colectivas, a menudo se sienten políticamente impotentes como individuos. Pero cuando las personas toman decisiones privadas en el momento electoral, causan resultados reales. Pues si las decisiones colectivas son tomadas usando una regla de mayoría simple —como sucede en las elecciones— atendiendo a lo que deciden muchos individuos dotados de una influencia igual sobre el resultado, ningún individuo tiene un efecto causal en la decisión colectiva pero sí cierto grado de influencia real en el resultado final. Porque la elección colectiva se concreta en la suma de voluntades individuales.

En la insatisfacción actual con las instituciones representativas se encuentra, según Przeworski, algo aún más profundo: deriva de los límites inherentes impuestos por ese modelo para cumplir la misión de garantizar una convivencia pacífica entre personas diferentes. La democracia es un sistema en el que el pueblo decide como una colectividad quién gobernará, durante algún período de tiempo. Pero incluso si los gobernantes son seleccionados a través de elecciones significa que a veces se nos prohíbe hacer lo que algunos de nosotros querríamos hacer y que se nos ordena lo que algunos no querríamos hacer. Ser gobernado significa tener que ceder algo a la voluntad de los demás. Esa mezcla de contradicción y heterogeneidad generará siempre crisis periódicas. Sin embargo, estas características generales de la democracia no explican la popularidad actual “anti-sistema” de la retórica populista. Estas obedecen a cambios recientes que exploraremos más adelante.

La democracia representativa actual, tal y como la concebimos, no tuvo un origen democrático. Puede parecer una paradoja, pero la historia habla. Los Gobiernos representativos nacieron del temor de élites al despotismo monárquico y también a la participación de las amplias masas de la población, entonces pobres y analfabetas. Al ser los Gobiernos seleccionados por las elecciones, su función era ratificar la superioridad política de quienes tienen derecho a gobernar por su posición social y económica: la burguesía. Concebidos como baluarte contra el despotismo, fueron también diseñados para acotar el poder de sus Gobiernos, para equilibrar la influencia de facciones dentro de la élite y, sobre todo, para protegerla contra la mayoría social permanente (proletaria) y su conversión en una mayoría política temporal. A los pobres se los instruyó cerca de que sus intereses estarían representados por los ricos, a las mujeres que sus intereses serían custodiados por los hombres, a los “incivilizados” que necesitaban ser guiados por sus colonizadores.

No obstante, mediante las luchas sociales y políticas de los siglos XIX y XX, las trincheras elitistas se eliminaron gradualmente: el sufragio se convirtió en universal, las papeletas en secretas, las elecciones devinieron directas y las legislaturas se ampliaron o volvieron unicamerales. Sin embargo, los viejos frenos elitistas fueron reemplazados por nuevos mecanismos de control: revisión judicial, delegación de política monetaria a bancos centrales no electos y organismos reguladores independientes, entre otros. Por tanto, con las nuevas realidades sociopolíticas vinieron nuevos terrenos y mecanismos para procesar estos conflictos reales o emergentes. 

La democracia y el conflicto

En cada sociedad, individuos, grupos u organizaciones entran en conflicto con otros por alguna razón; los conflictos que dividen a una sociedad pueden ser materiales —ingresos, propiedades, servicios públicos— o postmateriales —valores e ideas contrapuestos—. La democracia es, en el contexto de sociedades modernas, un mecanismo para procesar los conflictos. Las instituciones políticas gestionan los conflictos de manera ordenada y estructuran la forma en que los antagonismos sociales se organizan políticamente; las instituciones estructuran (definen lo que se puede hacer, proporcionan incentivos y limitan acciones), absorben (cuando existen fuerzas externas) y regulan (mediante normas) cualquier conflicto que pueda amenazar el orden público.

Las elecciones son la institución más importante para el procesamiento de conflictos en nuestras democracias. Proporcionan a Gobierno y oposición —pese a la fuerza variable de las partes— cierta información sobre las posibilidades y costos de salirse del juego. Reducen la violencia política al revelar los límites para gobernar y oponerse. Inducen la paz porque permiten horizontes intertemporales. El milagro de la democracia es que las fuerzas políticas en conflicto obedezcan los resultados de la votación.

Pero las elecciones procesan los conflictos cuando algo está en juego. Si nada está en juego y las políticas siguen siendo las mismas con independencia de quién gane, las personas pueden perder incentivos para participar. Si todo está en juego, estar en el lado perdedor es muy costoso, porque sus pérdidas son duraderas o permanentes.

¿Qué tipo de conflictos son dañinos para la democracia?

Las instituciones regulan con éxito conflictos en equilibrio cuando el Gobierno es capaz de gobernar y la oposición tiene una voz importante en la formulación de políticas. Las instituciones pueden generar resultados diferentes, intolerables para algunos y maravillosos para otros; por lo tanto, para entender las crisis es necesario pensar en términos de intereses y valores contradictorios. Los pobres están insatisfechos cuando sus ingresos se estancan, los ricos disfrutan de su riqueza y poder, algunas personas —ya sean pobres o ricas— se preocupan per se por la desigualdad política y económica. Pero la política rebasa límites institucionales cuando los Gobiernos son demasiado débiles para conducir políticas y buscan aplacar a la oposición, o tan fuertes que no necesitan darle cabida y prefieren reprimirla, persistiendo en su agenda. Ninguna de las dos alternativas ayuda a la democracia.

En ausencia de elecciones, la oposición puede contrapesar acciones del Gobierno en parlamentos, tribunales y diversas movilizaciones. Las manifestaciones pacíficas son un repertorio estándar de política democrática, forma rutinaria de informar al Gobierno de que algunas personas muestran oposición a las políticas gubernamentales. La propensión para salir a las calles difiere mucho entre las democracias. Por su parte, las manifestaciones violentas organizadas o espontáneas —conflictos laborales violentos, bloqueos de carreteras y puentes, ocupaciones de edificios, luchas callejeras, disturbios y terrorismo— son conflictos que rebasan los marcos institucionales; rompen el orden público, son costosos para los perpetradores, para el Gobierno y para terceros.

Las rupturas del orden público democrático tienden a desencadenarse en espiral y refuerzan los llamados e irrupción del autoritarismo. Ninguna sociedad tolera el desorden permanente. La experiencia histórica sugiere que cuando conflictos violentos se extienden en tiempo y espacio, tiende a aumentar el apoyo público a medidas represivas destinadas a mantener orden público. Incluso cuando las protestas se dirigen contra las tendencias autoritarias de los Gobiernos.

La democracia funciona bien cuando las apuestas que entrañan los conflictos institucionalizados no son ni demasiado pequeñas ni demasiado grandes. Para gobernar eficazmente, los Gobiernos deben satisfacer una mayoría, sin ignorar opiniones de minorías intensas. Cuando los conflictos son intensos en una sociedad muy polarizada, encontrar políticas aceptables para todas las fuerzas políticas importantes es difícil y puede ser imposible. Hay límites a lo que incluso Gobiernos bien intencionados y competentes pueden hacer en esos entornos polarizados y conflictivos.

Las crisis democráticas nacen de situaciones —crisis económica, conflictos sociales, parálisis política— en las que el Gobierno es incapaz de gobernar a través de sus instituciones democráticas. Las señales visibles de que la democracia está en crisis incluyen una repentina pérdida de apoyo a los partidos establecidos, la retirada de la confianza popular en las instituciones democráticas y los políticos, los conflictos abiertos sobre las instituciones democráticas o la incapacidad de los Gobiernos para mantener el orden público sin represión. Cuando tales situaciones se extienden en el tiempo, el orden público se rompe, la vida cotidiana se paraliza y la violencia tiende a ser espiral. Tales crisis se vuelven mortales al generar estancamientos y quiebres institucionales, como en la República de Weimar o el Chile de Allende.

¿Por qué las democracias serían vulnerables a las crisis?

La democracia es un capítulo reciente en historia humana. En 1788 fue la primera elección a nivel nacional basada en el sufragio individual y en 1801 la primera vez que hubo un cambio de Gobierno como resultado de una elección, ambos en Estados Unidos. Entre 1788 y 2008 el poder político cambió de manos como resultado de 544 elecciones y 577 golpes de Estado. Las derrotas electorales y pacíficas de quienes detentan el poder eran raras hasta hace muy poco: sólo una de cada cinco elecciones nacionales resultó en la derrota de los titulares y aún menos en un cambio pacífico de poder. Muchos países incluidos China y Rusia, por ejemplo, nunca han experimentado un cambio de poder entre los partidos como resultado de una elección. La democracia, en su modalidad moderna, es un sistema joven en la escala de la evolución de la humanidad.

Dos condiciones estructurales delimitan la supervivencia de la democracia: la igualdad política —sustento de la democracia, la cual coexiste con el capitalismo, un sistema de desigualdad económica— y la búsqueda del poder político, basada constantemente en intereses económicos. Libertad económica significa que las personas pueden decidir qué hacer con sus propiedades y sus dotaciones de fuerza laboral y capital humano o cultural. Libertad política significa que pueden expresar sus opiniones y participar en la elección de cómo y por quién serán gobernadas. No son, ontológicamente, sinónimos

Los partidos de clase trabajadora aprendieron a valorar la democracia y a administrar las economías capitalistas cuando las elecciones los introdujeron en el poder. Los sindicatos aprendieron a moderar sus demandas. El resultado fue un compromiso: los partidos de clase trabajadora y los sindicatos consintieron el capitalismo, mientras que los partidos políticos burgueses y las organizaciones de patronos aceptaron cierta redistribución de los ingresos. Los Gobiernos aprendieron a organizar este compromiso: regular las condiciones de trabajo, desarrollar programas de inversión y seguro social e igualar las oportunidades (Przeworski, 1986). Es claro que este panorama remite más claramente a los países del Norte -en especial Europa Occidental- pero también podemos rastrear diversas expresiones de ese “pacto social” en otras naciones del mundo, incluidos casos relevantes de nuestra región como Costa Rica y Uruguay. Y, en aquellos países donde se ensayó el modelo populista -Argentina, Brasil, México- se consiguieron avances parciales de inclusión gremial bajo un esquema corporativo.

Sin embargo, en las condiciones actuales se ha roto este compromiso. Allí donde consiguieron un rol clave en la regulación social, los sindicatos perdieron gran parte de su capacidad para organizar y disciplinar a los trabajadores. Los partidos socialistas perdieron sus raíces de clase y su carácter ideológico y político. El efecto más visible es la fuerte disminución de la proporción de los ingresos procedentes del empleo en el valor añadido y aumento de la desigualdad de ingresos. En combinación con una desaceleración del crecimiento, la creciente desigualdad hace que los ingresos se estanquen y la movilidad social disminuya. No hay claridad sobre que una coexistencia entre democracia y capitalismo acompañe una mejora continua de las condiciones materiales de amplios sectores de la población, ya sea por el crecimiento económico o por el aumento de la igualdad

El sueño de todo político es conquistar el poder para siempre. Es irrazonable esperar que los partidos se abstendrían de hacer todo lo que puedan para mejorar su ventaja electoral. Los titulares —para conservar el poder—, a su vez, usan instrumentos como la mayoría legislativa, la dirección de las burocracias públicas y el control sobre la legislación (Ej: gerrymandering), los presupuestos y los aparatos de represión. Sin embargo, cuando todo lo anterior falla: llega el fraude.

La pregunta es: ¿por qué algunos líderes políticos utilizan estos métodos, mientras que otros se contentan con dejar que la gente decida y estar dispuestos a dejar el cargo? En los eventos de crisis democrática los motivos y las restricciones importan. Cuando (partidos) políticos son altamente ideológicos, creen que están en juego cuestiones o valores esenciales y ven a sus oponentes como enemigos a los que se debe impedir que lleguen al cargo por cualquier medio.

Cuando la democracia está en crisis: señales de alarma

Las democracias sobreviven (más) a medida que aumentan los ingresos de la población. Las democracias que han caído han tenido un crecimiento económico lento, una distribución más desigual de los ingresos, sistemas presidenciales rígidos y vulnerables a las crisis de gobernanza; además, frecuencias más altas de huelgas generales y disturbios, y menos alternancias pacíficas resultantes de las elecciones.

Al comparar la situación actual con la del pasado: ¿se parecen las condiciones actuales a las de las democracias que cayeron o sobrevivieron? ¿La situación actual tiene aspectos “nuevos” no estudiados? ¿La actual coyuntura política está impulsada por tendencias económicas, sociales o culturales, o es autónoma? A continuación, se exponen los principales argumentos que, según Przeworski, son identificables cuando una democracia está en crisis.

  • Los sentimientos “anti-sistema” y “anti-élite” están explotando en muchas democracias maduras. Después de casi un siglo durante el cual los mismos partidos dominaron la política democrática, pierden apoyo. Mientras nuevos partidos surgen.
  • La participación electoral, así como la confianza en los políticos, los partidos, los parlamentos y los Gobiernos disminuye a niveles sin precedentes; incluso el apoyo para la democracia como sistema de Gobierno se ha debilitado.
  • Los síntomas no son solo políticos. La pérdida de confianza se extiende a los medios de comunicación, bancos, corporaciones privadas, incluso a las iglesias. Las personas con diferentes valores y puntos de vista políticos se ven cada vez más como enemigos. Están dispuestos a hacer cosas desagradables el uno al otro.
  • En la economía hay una combinación de menores tasas crecimiento, estancamiento de los bajos ingresos y la movilidad, junto a un aumento de la desigualdad. Se siente el impacto cruzado de globalización —liberalización de los mercados y auge chino— y neoliberalismo, con ruptura por los capitalistas del compromiso de clase.
  • En la sociedad se erosiona la creencia en el progreso material, a escala inédita en Occidente. Auge identitario, con racismo y multiculturalismo exacerbados, dividen a la sociedad en grupos distintos de posturas irreconciliables. Las ideas de los “otros” son descalificadas como “falsas”, sus demandas evaluadas como ilegítimas y no existe margen para determinar una verdad compartida. Irrumpe un mundo de “post-verdad” donde los hechos objetivos, comprobables, tienen menos impacto que los dichos, las emociones y las creencias personales.
  • Crece la polarización a partir de la intensificación de las divisiones políticas, sea por preferencias políticas generales (liberal-conservador, izquierda-derecha) o sobre cuestiones específicas (inmigración) orienta a personas a rechazar diálogo y hostilizar a otros.

El Retroceso democrático

El sueño de todo político es permanecer para siempre en el cargo y usarlo para hacer lo que quiera. La mayoría de los Gobiernos democráticos intentan avanzar en estos objetivos mediante la creación de un apoyo popular dentro del marco institucional establecido. Algunos tratan de eliminar los obstáculos a su poder socavando las instituciones e inhabilitando a la oposición. Ejemplos recientes destacados son Turquía, Venezuela, Hungría y Polonia.

  • La desconsolidación o “retroceso” democrático es un proceso de erosión gradual y discreto de las instituciones y normas democráticas, que afecta las elecciones competitivas, los derechos a la expresión y asociación y el Estado de derecho. A medida que avanza, la oposición se vuelve incapaz de ganar elecciones o asumir el cargo si gana; las instituciones establecidas pierden la capacidad de controlar al ejecutivo y las manifestaciones de protesta popular son reprimidas. Este proceso está impulsado por el deseo de un Gobierno de monopolizar el poder y eliminar los obstáculos para llevar a la realización de sus políticas ideales. Supone la interacción entre el Gobierno y varios actores que buscan bloquearlo. Por lo tanto, la estrategia gubernamental busca la desactivación de los posibles frenos, que normalmente incluyen a los partidos de oposición, al sistema judicial y a los medios de comunicación, así como ciudadanía movilizada.
  • El repertorio de desconsolidación incluye: cambios de instituciones, distritos y fórmulas electorales, cambio de las calificaciones para votar (edad, elegibilidad y voto de residentes en extranjero), acoso a la oposición partidista, restricciones a la sociedad civil, transferencias de prerrogativas de la legislatura al ejecutivo, reducción de la independencia del sistema judicial, uso de referendos para superar barreras constitucionales o aprobar nuevas constituciones, imposición de control partidista sobre los aparatos estatales y medios de comunicación, etc.
  • La reacción temprana a la desconsolidación puede darse si la oposición intente bloquear los primeros pasos de los Gobiernos, derrota un proyecto de ley en el parlamento y obtiene un veto presidencial o una sentencia judicial favorable. Sin embargo, los casos arriba mencionados muestran que los Gobiernos superan, por lo regular, los obstáculos iniciales.

Más preguntas y respuestas complejas

¿Por qué algunos Gobiernos apuestan a la desconsolidación mientras una mayoría no? ¿Una vez que un Gobierno toma tales medidas, puede detener su realización completa mientras se mantiene en el cargo? ¿La oposición potencial sería capaz de eliminar al Gobierno y revertir la desconsolidación? ¿Cómo puede el retroceso gradual lograr destruir la democracia?

Las democracias no contienen mecanismos institucionales que las salvaguarden, ex ante o ex post, ante Gobiernos electos que las subvierten a la vez que respetan las normas constitucionales. Sobre todo, cuando esos Gobiernos toman medidas que no son flagrantemente inconstitucionales —cambios de prácticas— y hay ciudadanos que —siendo incluso demócratas— se benefician de sus políticas, detenerlos es complicado.

Las protestas contra medidas legales adoptadas por un Gobierno recién electo muestran a la oposición como un mal perdedor, que no respeta las normas democráticas. Igual cuando se utilizan los tribunales constitucionales y la revisión judicial para legitimar acciones autoritarias.  Cuantos más pasos exitosos haya dado el Gobierno autocratizador, mayor será la oposición necesaria para posibilitar su freno. El Gobierno retrocederá si toma algunas medidas que lo ayuden a permanecer en el cargo e implementar sus políticas preferidas. Se detendrá si la ganancia de avanzar se acompaña con el peligro de una mayor oposición. En cada paso puede recalibrar de acuerdo con las probabilidades anteriores.

Hay muchas respuestas posibles desde la oposición. Los ciudadanos deciden si se vuelven contra aquel o esperan ver si tomará medidas adicionales. Pueden no a) levantarse; b) permanecer inactivos al principio y aumentar repentinamente; c) permanecer en algún nivel constante y d) aumentar de manera esporádica en reacción a medidas particulares del Gobierno. Si las personas preocupadas por la democracia anticipan los efectos acumulativos de pasos particulares en el largo plazo, se volverán rápidamente contra el Gobierno, con independencia de que sepan o no si el Gobierno puede retroceder. Por lo tanto, a menos que las personas reaccionen al inicio contra las acciones, estas tendrían un efecto acumulativo erosionador.

Defender la democracia impone un desafío difícil para los ciudadanos individuales. Para actuar ahora contra el Gobierno que en algún futuro puede destruir la democracia, las personas que actualmente disfrutan, o no se ven afectados por sus políticas, deben ver el efecto acumulativo a largo plazo de estas políticas actuales. La gente necesita ver que, aunque cada medida aislada tenga poco efecto, su efecto acumulativo protege al Gobierno de ser derrotado incluso por una oposición mayoritaria.

No es probable que las exhortaciones de la oposición sean eficaces en las creencias. La gente sabe que el objetivo de la oposición es reemplazar a los titulares, por buenas o malas razones. Si los líderes opositores critican cada acción del Gobierno, las personas tienden a descartar sus mensajes como derivados de intereses. Si solo los opositores extremos salen a las calles, el Gobierno puede calificar a toda la oposición como antidemocrática, reducir su apoyo y reprimirla.

Los Gobiernos desdemocratizadores han disfrutado a menudo de un apoyo popular continuo o, pese a sufrir reversiones temporales, han sido capaces de recuperarse y continuar. La idea de que los ciudadanos amenazarían a esos Gobiernos que cometen transgresiones contra la democracia es tristemente infundada. Cuando un Gobierno procede de manera sigilosa, los ciudadanos se vuelven en contra solo si ven a dónde están llevando sus acciones a largo plazo. Por lo tanto, la resistencia contra esos Gobiernos impone un desafío difícil a los ciudadanos individuales. El efecto del sigilo es oscurecer el peligro a largo plazo.

El peligro es que la democracia se deteriore gradual y subrepticiamente. Este es el peligro de que los titulares puedan intimidar a los medios hostiles y crear una máquina de propaganda propia que politizaría las agencias de seguridad, acosaría a los oponentes políticos y usaría el poder del Estado para recompensar a los empresarios amigos —que apliquen selectivamente las leyes, que provoquen conflictos extranjeros para acosar el miedo y que se entrometan en las elecciones—.

Comentario final para un debate inconcluso

La democracia funciona bien cuando las instituciones políticas estructuran, absorben y regulan cualquier conflicto que pueda surgir en la sociedad. Las elecciones son el mecanismo central por el cual los conflictos se procesan en las democracias. Sin embargo, este mecanismo funciona bien solo si lo que está en juego no es muy grande, si perder una elección no es un desastre y si las fuerzas políticas derrotadas tienen una oportunidad razonable de ganar en el futuro. Cuando partidos profundamente ideológicos llegan al cargo y buscan eliminar los obstáculos institucionales para permanecer y consolidar su poder, su proyecto y su ideología discrecional para hacer las políticas, la democracia se deteriora o “retrocede”.

Las elecciones fracasan como mecanismo para procesar los conflictos cuando sus resultados no tienen consecuencias para la ciudadanía o cuando los titulares las convierten en no competitivas. Cuando los conflictos son intensos y la sociedad está polarizada, es difícil encontrar políticas aceptables para todas las fuerzas políticas importantes. Los errores de cálculo del Gobierno o de la oposición pueden conducir a rupturas institucionales.

Cuando los Gobiernos ignoran toda crítica a sus políticas o la interpretan como subversiva y reprimen y expulsan a sus oponentes del marco institucional, la oposición se convierte en resistencia. Cuando algunos grupos de oposición se niegan a aceptar las políticas resultantes de la aplicación de las normas institucionales democráticas, los Gobiernos pueden no tener más remedio que reprimir para mantener el orden público. Encontrar el equilibrio adecuado entre concesión y represión es una elección sutil. Los fracasos son inevitables.

Seamos moderadamente pesimistas o realistas informados sobre el futuro. A eso nos invita en su obra el profesor Przeworski. No está claro que el descontento actual se alivie con futuras elecciones. La crisis actual no es sólo política: tiene profundas raíces en la economía y en la sociedad. El retroceso puede ser paulatino, silencioso y difícil de detener, en los actuales casos de erosión democrática desplegados desde dentro de regímenes democráticos.

Cuando un Gobierno fuerte, con tendencias autoritarias, tiene el cuidado de preservar todas las apariencias legales, los ciudadanos pueden no saber coordinar a tiempo su resistencia democrática. Por eso es importante, primero, detectar las señales críticas; para explorar luego nuestros recursos de resistencia democrática. Y, si ello es posible, actuar para impedir la destrucción del sistema que posibilita elegir, sin violencia, las leyes y personas que gobernarán, bajo nuestra autorización y vigilancia, el destino colectivo.

 

Por

Armando Chaguaceda. Politólogo e historiador, investigador del Centro de Estudios Constitucionales Iberoamericanos A.C. Experto país (casos Cuba y Venezuela) del proyecto V-Dem, de la Universidad de Gothenburg y el Kellogg Institute en la Universidad de Notre Dame. Miembro de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) y de Amnistía Internacional. Especializado en el estudio de los procesos de democratización/autocratización y de las relaciones entre gobierno y sociedad civil en Latinoamérica y Rusia.

Jorge Silva. Economista con estudios de maestría en Administración y Políticas Públicas por el Centro de Investigaciones y Docencia Económicas (CIDE). Fue funcionario por más de una década del Banco de Desarrollo de América del Norte (NADBank, por sus siglas en inglés) y actualmente se desempeña como Socio-Consultor en Políticas Públicas. Sus áreas de especialización son: Instituciones, Políticas Públicas, Gobiernos subnacionales, Administración y Programas.